En un mundo tan occidentalizado como el nipón, donde su cultura se basa en los pilares del deber, el honor y la obligación, el trabajo se construye alrededor de la vida de la persona a lo largo de toda su existencia, lo cual deja en su camino cadáveres poco agradecidos. El ejemplo de una mujer, Matsuri Takahashi, de 24 años, trabajadora de una empresa de publicidad, es bastante revelador de los sistemas que idealizan al sujeto como dueño de su crecimiento personal. Matsuri realizó 105 horas extras al mes, con solo dos días de vacaciones al año
El ya famoso “karoshi” (o fatiga laboral) acabaría con su vida. Es cierto que en Europa cada vez se invierten más horas en la oficina (el famoso presentismo), sobre todo en sectores como sanidad, logística, telefonía y empresas tecnológicas, banca, distribución, alimentación, aunque se están ofreciendo propuestas o alternativas muy atractivas, como el “MetFit Meeting” muy ligado al concepto de Bienestar, o librar un viernes al mes (siempre desde un horario continuado), incentivando los horarios flexibles o la formación de sus empleados fuera de la jornada laboral.
A pesar de ello, por el propio desarrollo de las fuerzas productivas y sus relaciones con el mercado, las empresas, utilizando una psicología tayloriana sobre “futuribles”, ofrecen a sus empleados (los más motivados por su compromiso con los equipos de gestión)pequeños paquetes de acciones y un Smartphone de última generación que les permitirá seguir conectados a “Siri”, dado que es una inteligencia artificial, con funciones de asistente personal que, a veces, habilita la personalidad del sujeto a la mentalidad real de un simple consumidor de Mercadona.
Hace unos días quedé bastante impresionado con una foto que, bajo la apariencia de una escena cotidiana, sugiere cómo estamos viviendo esas relaciones del individuo con el mercado.
En la instantánea aparecía una mujer joven, empujando un carrito con un bebé, mientras soportaba a sus espaldas una voluminosa mochila de Glovo.
Glovo es, actualmente, una de las empresas más agresivas y competitivas del sector de la logística (“Multidelivery on Demand”), basando su estrategia en lo que, eufemísticamente, han dado en llamar economía colaborativa. Ellos no tienen trabajadores sino “cadetes” a los que llaman “glovers”. Los “glovers” han de poner a disposición de la empresa su vehículo (bicicleta, moto, patinete, o la fuerza motriz de sus extremidades inferiores), y su móvil.
Dichos costes no son asumidos por la empresa. No existe un horario establecido. No existe convenio (ya que no son considerados como trabajadores), ni contrato. Cobran en función de las horas acumuladas y son considerados como un “voluntariado monetizado”. ¿Y dónde se produce su máxima expansión? La pregunta contiene su respuesta: India, Países del Golfo (con “glovers” procedentes de Pakistán, en su mayoría), Brasil, África del Sur…
Este modelo, muy extendido por todo el mundo, parece imparable. Es lo que el más “nietzscheano” de nuestros filósofos contemporáneos, el alemán Sloterdijk acierta al referirse (no exento de ironía) a estos nuevos modelos productivos como “desigualdad sin explotación” (no en el sentido marxista sino en el más puro keynesianismo de principios del siglo XX).
Pero lo cierto es que se está produciendo una proletarización de sectores que son claves en el desarrollo del llamado Estado del Bienestar, como la Sanidad. Un sector donde la enfermera, por ejemplo, puede ganar poco más de 9 euros/hora en algunos Centros, encadenando contratos por horas o por sustitución, sin poder afianzar su carrera profesional, o médicos residentes (MIR), con un salario base de 14.000 €/brutos al año, compensado sobre guardias interminables o trabajos como “ayudantes” en el sector privado. Lo último, para sorpresa, viene de Inglaterra. Jóvenes que “venden” su talento, incluso pagan a empresas punteras para trabajar sin sueldo, sin horario, y sin perspectivas de lograr un puesto en su staff. Obtener experiencia bajo cualquier precio o condición ha puesto a muchas de estas empresas en una difícil situación entre lo que debe ser la Responsabilidad Social (incluidos los derechos humanos) y la productividad a coste cero.
Todo está cambiando con una extraña sensación de vértigo, desde las grandes corporaciones hasta empresas con facturaciones familiares. Ante un mercado cada vez más global y atomizado, muchos ya han empezado a publicar sus estudios, incluidos los que presentan un futuro distópico orweliano, no exento de ideología. Aun así, me sigue asombrando que se formen colas infinitas para conseguir el último modelo de Smartphone, bajo esa sensación que se refleja en sus caras, con el efecto placebo que proporciona la fidelidad a una determinada marca. O el hecho de vivir en un país donde hay gente que presume de no haber leído un libro en su vida, y cuya máxima es ser bloguer, o personal shopper o contar followers con la complacencia de medios y audiencias millonarias.
Entre estos estudios que se interrogan sobre el paradigma de los nuevos procesos productivos se encuentra la consultora McKinsey, la cual participó en la salida al mercado de los fondos de inversión de algunas corporaciones bancarias con el resultado que todos conocemos.
McKinsey, que asesora y está en nómina de varias tecnológicas, señala en uno de estos estudios que un 48% de las horas laborables que se desempeñan en España ya son “técnicamente automatizables”; es decir, la división del trabajo bajo el poder de la mal llamada inteligencia artificial (IA) que otorga tareas en función de aquellos parámetros introducidos por los equipos de diseño de las empresas (analistas de sistemas, ingenieros, matemáticos, psicólogos…) en las aplicaciones de algoritmos: capacidades empáticas, perfiles en las Redes, inteligencia emocional, análisis de riesgo en función del género, compromiso con los equipos directivos … Se señala que para hacer frente a este nuevo giro copernicano en las relaciones laborales se han de poner en marcha mecanismos que posibiliten la creación de 140.000 nuevos puestos de trabajo, al año ¿Cómo se va a organizar este nuevo orden económico y cuáles serán sus consecuencias? ¿Estaremos abriendo paso a un nuevo stajanovismo tecnológico, donde se produce y se consume al mismo tiempo, o mejor dicho, desde la atemporalidad vacua que nos ofrecen las Redes Sociales a través de su mensajería icónica?
Tampoco seamos cínicos porque sí es cierto que hemos entrado en un laberinto de preguntas sin respuesta, y respuestas que nos hacen dudar de todo, porque esa nueva realidad tiene capacidad para resolver muchos de nuestros problemas y llenar los vacíos de nuestras vidas, pero también crearán otros nuevos sin poder corregir algunos sesgos de desigualdad que generan determinados gobiernos a partir de sus sistemas cerrados de algoritmos, entrenados no para resolver problemas, y mucho menos para desarrollar propuestas de economía social para sacar de la miseria a 2.800 millones de personas que viven con menos de 2 dólares por día. Su discurso se basa en la no contextualización de la toma de decisiones, procediendo, de forma aleatoria, a diseñar patrones de reconocimiento y automatización. Por eso Kate Crawford (fundadora del Now Research Institute de Nueva York) señala con acierto la necesidad de cambiar la confusa denominación de inteligencia artificial (IA) por la más simple y real de automatización artificial (AA).
En este contexto, donde intervienen muchos actores, el lenguaje también tiene su protagonismo. Para algunos gestores hay palabras o frases que no encajan bien en su discurso porque arrastran conceptualizaciones ideológicas que van más allá de sus significados. Así, se buscan “otras salidas” más laxas que se puedan aplicar en la construcción de algoritmos sin injerencias históricas, antropológicas, económicas o sociales: clase social (“segmento poblacional”), perspectiva de género (no existe, ya que todo es “neutro”), trabajador-obrero (“empleado”, “colaborador”), paciente (“cliente”), trabajador precario (“emprendedor”).
No olvidemos que si cambiamos el lenguaje, sus reglas, estaremos cambiando la forma de comunicarnos unos con otros, incluso pondremos en cuestión siglos de evolución humana que han hecho posible la adaptación física al habla cotidiana. Entonces estaremos abocados a una sociedad acrítica, asexuada, amorfa, intervencionista, sin ideología y sin voluntad. La famosa “Pax Romana” del siglo IV a.d.c, acentuada por el algoritmo clónico de 150 empresas que mimetizan todo para hacerlo suyo: 600 millones de aparatos conectados en el mundo; cada gesto diario, desde abrir el móvil hasta elegir un restaurante, se materializa en función de la información contenida en millones de datos (los big data). Sin darnos cuenta estamos obligados a hacer cosas que no necesitamos, a adquirir bienes que no vamos a usar, en lugar de construir un tiempo nuevo como proyección de esa tecnología que nos rodea.
Como antaño, cuando nos hacíamos preguntas de lo más simples, ahora sería necesario interrogarnos sin necesidad de buscar ninguna respuesta, solo por el placer de encontrarnos, por un momento dulce, lejos de todo: ¿Cuántos libros hay en tu casa? ¿De qué hablas cuando estás en la mesa? ¿Has pensado qué harías si un día pierdes el móvil? ¿Necesitas de verdad estar en las Redes? ¿Te acuerdas de la última vez que alguien te sorprendió sonriendo? Lo simple, a veces, es una forma de escapar hacia ninguna parte, de abandono, quietud o súplica.
En este caso, desgraciadamente, lo simple, por falta de uso, ha dejado de tener sentido.