Cuando era niño, mucho antes de que la vida se nos antojara como un plató de cine, solíamos ver por el barrio a un tipo maravilloso que caminaba con un teléfono bajo el brazo, de esos de disco, y que cada dos pasos se detenía para descolgar el auricular con un gesto de satisfacción y de orgullo. Este tipo, al que todos llamábamos “tío Manuel”, había sido comandante de carabineros durante la guerra del 36, y de tantos golpes y abusos, de traslados de prisión en prisión, se había quedado renco de una pierna que arrastraba con poca fortuna, y rota el alma acariciaba ese aparato como si la vida se pudiera advertir o imaginar al otro lado del auricular. Cuando murió el “tío Manuel” mi padre, que había estado junto a él en la famosa batalla del río Alfambra, recogió de entre sus pocos enseres ese aparato, ya viejo y descolorido, y pudo arreglarlo sin poder quitarle ese sonido de carraca que daba más susto que pena. Mi madre, que odiaba ese aparato, por no discutir lo colocó sobre un tapete de ganchillo junto a la mesita donde lucía la foto de los hermanos. Con los años el aparato dejó de funcionar, pero él seguía ahí, sobre el tapete de ganchillo, observando la foto, ya descolorida de los hermanos. Nunca más volví a verlo.
Es curioso cómo la realidad crea sus propios fantasmas, y se apodera de los recuerdos más frágiles. Ese poder de observación, de quimera o de ensoñación por lo vivido, dejó de existir en el momento en el que el individuo decide abandonar su propia existencia para convertirse en un mero producto donde lo virtual, es decir, lo NO real, te va a acompañar a lo largo de todas tus secuencias vivenciales. Al “tío Manuel” le hubiera encantado porque su mundo era otro, como para nosotros este nuevo mundo resulta tan irreal como el del “tío Manuel”.
El propio Mark Zuckerberg, padre del Metaverso, lo define con una sinceridad propia de un delincuente: “las motivaciones están definidas en los tiempos, es decir, cuantas más horas pasen los usuarios dentro de ese mega mundo virtual, más datos podremos obtener e incluso vender productos y servicios para satisfacer los gustos y los deseos de los potenciales usuarios “.
Es perfecto. Vamos a institucionalizar un discurso para captar toda la atención, tanto de inversores como de un público que aborrece la realidad. Todo se asemeja a una película, como en La rosa púrpura del Cairo, de Woody Allen. La diferencia es que ahora quieren que seamos nosotros los que entremos en ella. Defensores de la causa los hay a cientos : los que nunca votan, los que siempre se quejan, los que llevan a sus hijos a colegios religiosos y van a misa los domingos siempre que no haya manifestación contra el gobierno, los que miran a otro lado y se tapan la nariz al pasar al lado de un mendigo, los que jamás han leído un libro porque no tienen tiempo, los que detestan la sanidad pública, cuando el mismo especialista que acaba de salvar la vida de su hijo pasará consulta en su seguro privado, los que niegan la violencia de género delante de sus mujeres para dar ejemplo de buen padre de familia. ¿Qué incentivos, se preguntan, nos puede ofrecer la realidad, amasada con la miseria de la historia, sus conflictos y sus sueños rotos, cuando hay otro mundo “virtual” donde todo es más fácil, más divertido, sin necesidad de intervenir o de comprometerse, y donde solo tú, desde una terminal, puedes generar ese universo que te hace sentir bien?
Sobre ese inmenso holograma, que nos retrotrae al ectoplasma ideado por el Premio Novel de Medicina, Charle R. Richet (1850-1935) se construyen propuestas, incluidas las de videntes y espiritistas, que tratan de identificarse como panaceas ante los problemas del mundo. Pandemias, cambios climáticos, conflictos armados, hambrunas, migraciones… Es la asepsia ideológica y la anemia social con efectos potencialmente sistémicos. Como apunta Carissa Véliz (profesora del Instituto de Ética e IA, de la Universidad de Oxford), “la tecnología está diseñada para ganar dinero, pero bajo la apariencia de querer mejorar el mundo”. De ahí la presencia de algoritmos en RRSS que promueven noticias falsas y polarizan a la sociedad civil, o que generan agendas de trabajo que destrozan los ritmos vitales de las personas y anulan la proyección profesional de millones de mujeres, o generan sesgos de género, raza o religión en función de su localización y de los propios intereses de las empresas que refuerzan su desarrollo a sabiendas de que la miseria y la desesperación de 700 millones de personas están lejos de esa “hoja de ruta” porque hace tiempo que decidieron borrarlos de las agendas de los consejos de administración. A los ojos de ese mundo tan perfecto, la realidad sigue oliendo mal.