Hay palabras, como slow, que en poco tiempo ha pasado de ser un simple movimiento de protesta ante determinadas multinacionales del sector de la alimentación, como McDonald, a convertirse en una corriente cultural y filosófica que propone un mayor equilibrio entre la utilización de la tecnología, más orientada hacia el “ahorro del tiempo”, y el disfrute de lo que debería ser importante para cualquier persona, desde el goce de una buena comida en compañía, a pasear el perro por cualquier playa en un atardecer de postal.
Visto así, tendríamos muchas manos levantadas sumándose a la propuesta, y más si se tiene en cuenta que la realidad está ahí para romper los espejos sin que podamos adivinar sus consecuencias.
El culto a la rapidez, que durante tantos años se asimiló a conceptos como eficacia, productividad, rentabilidad, éxito…, se ve ahora como una rémora de la pasada revolución industrial y de las corrientes de vanguardia de principios del siglo XX: “la tiranía de los relojes ha muerto”, proclaman desde sus redes los nuevos “influencers” mientras devoran un sándwich de pollo y un refresco de cola recién traídos por un raider de Glovo. Desde este momento todo seguirá el curso de lo no predecible. Las citas lentas, el sexo lento, también aplicable a las modas, el lenguaje, la gastronomía, las relaciones sociales. Filósofos como Schopenhauer, desde su pesimismo metafísico, o Nietzsche, asumiendo la concepción más nihilista de la realidad, serían felices en un mundo como el que se proyecta.
Pero este desafío no es nuevo. Hace ya más de 15 años que el periodista Carl Honoré publicó un libro, Elogio de
la lentitud , que pronto se convertiría en toda una corriente filosófica asumida por las escuelas más elitistas de Estados Unidos y Europa, como las Hewitt y la Fundación Mckelvey, todo un entramado de empresas como Monster, Yahoo o Randstad que blanquean el pensamiento neoliberal de las grandes fortunas formando a las nuevas élites que en pocos años dirigirán las economías de medio mundo, desde Nueva York, hasta Hong Kong , Londres o Sídney.
Esa lentitud sostenida en el tiempo, provocada por el drama de la pandemia, evidenció, entre otras cosas, que el concepto de “rapidez” fuera asumido, con todas sus consecuencias, por esos hombres y mujeres que entregaron su “fuerza de trabajo” (siguiendo el postulado de F. Engels) para hacer posible la vida de los demás: cuidadoras, panaderos, dependientas, transportistas, agricultores, repartidores, limpiadoras…, cuyo concepto de tiempo no se construye con la filosofía del slow life sino a través de “trabajos de mierda” (como señalaba el antropólogo David Graeber en su maravilloso libro El amanecer de todo) que, eso sí, permitieron que los nuevos gurús de las democracias neoliberales, pudieran disfrutar de un buen café expreso, traído hasta su puerta por un repartidor ecuatoriano , mientras otean con su
mirada el enjambre apocalíptico de la gran ciudad.
En este reino de la confusión no hemos tardado mucho en dotar al concepto universal de “tiempo” de connotaciones de clase y, por consiguiente, de ideología. Esto, sinceramente, no es nada bueno, ya que enfrentamos los discursos en función de las realidades de cada individuo. No nos podemos imaginar a un trabajador de Pakistán, por ejemplo, que trabaja doce horas al día, proyectando su futuro hacia una “desconexión mental” que propicie el placer, eso sí, lento, para alcanzar las metas que le prometen desde su nuevo espacio de confort. Sin embargo, parece evidente que hay un cierto
sesgo social, incluso de género, cuando las economías familiares recaen sobre los hombros de muchas de las
mujeres que abandonan sus proyectos profesionales para “invertir” su NO-tiempo en la crianza de los hijos/as o en los cuidados de sus mayores. Entonces, ¿dónde queda el slow life?
Autores como Polanyi, el premio nobel de economía J.E. Stiglitz, Zizek, o el coreano Han, se han cuestionado esta nueva interpretación básica del bienestar, como individuos y como ciudadanos que transitan por la realidad a la espera de alguna recompensa del sistema que los mantienen en un constante estado de alerta, a sabiendas de que nunca serán capaces de llegar a esos cinco minutos de placer, de no estar, de no hacer nada, de perderse. La apuesta de Han es bastante reveladora de las contradicciones que seguimos sin resolver: “El tiempo real se ha totalizado convirtiéndose en el tiempo absoluto. Realmente deberíamos inventar una nueva forma de tiempo. Si resulta que nuestro tiempo vital
coincide con el tiempo laboral, entonces la propia vida se vuelve radicalmente fugaz. Deberíamos liberar la vida de
la presión del trabajo y de la necesidad de rendimiento. De lo contrario la vida no merece la pena vivirla “.
Suponemos que este tipo de discursos, muy apegados a la filosofía de Husserl y de Spinoza, se escriben desde los espacios que gravitan en las grandes urbes, como respuesta a esa “cultura del esfuerzo” que sigue dominando todas las esferas económicas, políticas y sociales. Lo que nos preguntamos es si este mismo discurso se podría emplazar en Cuzco, Luanda, Nairobi o Nueva Delhi, una ciudad con 16 millones de personas que se suman a esos 263 millones de seres que viven en el umbral de la pobreza, algo que trasciende a cualquier frontera. En Estados Unidos, por ejemplo, hay 38 millones de personas que carecen de lo más básico, incluida la sanidad. En Alemania, que hace bandera de la “cultura del esfuerzo”, el 15,8% de sus ciudadanos viven de las ayudas gubernamentales. En España, para no ser menos, el umbral queda en el 21,7 %. Entonces, ¿a quién nos estamos dirigiendo?, ¿cuál es nuestro público?, ¿estamos hablando de tiempo, del show business, del calor que proporciona un ocio creativo, de lo maravilloso que es vivir contando la pelusilla del ombligo?
No hace mucho que se pregonaron el fin de las ideologías, el abandono de las tesis marxistas y su interpretación del concepto de clase social (Fukuyama), el reordenamiento de las sociedades capitalistas bajo fórmulas neoliberales (F. von Hayek). Está bien, ¿y ahora qué? Ya hemos conseguido pagar la hipoteca, disfrutamos del coche familiar y del apartamento de la playa, tenemos seguro médico y este verano podremos ir con los niños y mamá a Eurodisney. Es la otredad de una clase media que dispara a todo lo que se mueve para no perder su lugar en la sociedad, en esta sociedad del cansancio, del “sano aburrimiento”, donde cada individuo, sin saberlo, se explota a sí mismo creyendo que se está autorrealizando. Son las paradojas del sistema, vivimos con ellas, las alimentamos día a día, y las transmitimos, de padres a hijos, de generación en generación. Así surgen buena parte de las ideologías. Así surgen, lentamente, sin prisas y sin tiempo, los sueños que acaban por desaparecer al despertarnos cada mañana con una leve sonrisa en los labios.