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Qué es la violencia simbólica: la importancia de que las mujeres habitemos nuestros cuerpos

por | Actualizado el 05/12/22 a las 17:03

Son muchas las violencias que nos atraviesan como mujeres, pero, a mi juicio, hay una que sustenta en la sombra a todas las demás: la violencia simbólica. Para aclarar algunos conceptos, he recogido algunas palabras del sociólogo francés Pierre Bourdieu que estudió en profundidad este tipo de violencia en su obra “La dominación masculina”.

El cuerpo de las mujeres es sentido como objeto. Objeto de infinidad de cosas, pero, al fin y al cabo: objeto. La narrativa cultural está al servicio de este sentir. Se convierte en un fenómeno perverso pues ha conseguido que seamos las propias mujeres quiénes violentemos nuestros cuerpos, juzguemos los de otras y nos posicionemos en contra de nuestra animalidad y sentir más profundo.

La violencia simbólica es una de las más invisibles, es un tipo de violencia indirecta contra los dominados, es decir, que no ejerce violencia física contra los mismos (Bourdieu, 2000). Al no mostrarse como una realidad violenta no se entiende como violencia. Acoge el mundo de las definiciones, narrativas, creencias, discursos, prejuicios: desde el uso del término “falleció” en vez de “fue asesinada” para nombrar los femicidios en los medios de comunicación hasta los marcos teóricos que invisibilizan a las mujeres y que sustentan la ciencia o la religión.

La violencia simbólica es la naturalización del sistema patriarcal, es decir, de un sistema de dominación estructural por el que los hombres obtienen el derecho de ocupar y ejercer, de manera mayoritaria, el poder derivándose de ello una supremacía de los hombres sobre las mujeres en las instituciones políticas, sociales y familiares. Este patriarcado se basa en una asimetría estructural de mayor poder en favor de los hombres donde éstos son categorizados como el “ser humano neutro” y “la medida de las cosas” y las mujeres como “lo otro”. Algunos ejemplos son la exclusión histórica de los derechos civiles y educativos, también el que se presuponga que las mujeres debemos hacernos cargo de las tareas domésticas y de cuidados, la violencia sexual cuyas víctimas son mujeres en una altísima mayoría o la dificultad que encuentran los hombres para construir una masculinidad que les permita llorar en público o manifestar emociones más allá de la ira.

Esta violencia simbólica a la que me refiero es la narrativa continuada y repetida de que las relaciones de poder hombre-mujer son inevitables, incuestionables e incluso necesarias. La naturaleza de la violencia simbólica consiste precisamente en no ser vista ni identificada. Es la asunción de que las mujeres no tenemos derecho a ocupar el espacio público de manera segura, de que nuestros cuerpos están mal, de que nuestras vidas corren peligro, de que podemos ser agredidas sexualmente con facilidad, de que debemos ser madres, de que debemos fingir los orgasmos y/o una vida sexual satisfactoria, de que debemos hacernos cargo de los cuidados.

Los hombres son universalmente reconocidos presentándose la socialización masculina como objetiva y neutra y dejando la socialización femenina como la oposición de aquélla; esto es: las mujeres somos alteridad, somos en relación a lo que no son los hombres. Esta socialización masculina hace referencia a lo que tradicionalmente han hecho, dicho y pensado los hombres tanto del mundo que les rodeaba, de sí mismos y de las mujeres. La realidad que los hombres, por ejemplo, han escrito en sus novelas o que han convertido en leyes machistas a lo largo de la historia o bien a través de diagnósticos psiquiátricos sexistas que han sido presentados como objetivos. Durante décadas han encerrado y “tratado” a mujeres por querer ser libres y autónomas, por manifestar conductas no consideradas pertenecientes a su género y a sus roles asignados como no querer casarse, desear sexo con otras mujeres o no obedecer a su marido. Esta manera de encarnar la psiquiatría ha sido llevada a cabo por hombres médicos con poder para decidir sobre la salud y los cuerpos de las mujeres. El discurso masculino ha sido considerado el discurso de la realidad, la norma y el canon a seguir. Recogiendo a Bourdieu, “la visión androcéntrica se impone como neutra y no siente la necesidad de enunciarse en unos discursos capaces de legitimarla” (Bourdieu, 2000, p. 22).

La violencia simbólica, por tanto, presenta como objeto del sentido común lo que es un constructo social. Aparece, entonces, como natural lo que es construido, como neutro lo que es masculino.

De esta forma, violencia simbólica está a la base de cualquier otro tipo de violencia en que pensemos (económica, sexual, emocional etcétera). Nada de lo que conocemos es casual o azaroso. La manera en que construimos ciudades, en que nos comunicamos con el panadero o una niña, cómo consumimos el ocio, el color con el que pintamos nuestras casas, cómo votamos, cuáles son los colores de una bandera o qué aparece en la portada de los libros.

Nada es casual. Todo lo que habitas tiene un sentido, un significado. La violencia simbólica es un veneno que repta entre todos esos sentidos y significados dotándolos de la condición de naturales de manera que lo que en su día fue constructo, hoy aparece como lo que simplemente es. Y nada más.

Bourdieu lo dice magistralmente, afirmando que la violencia simbólica es una forma de poder ejercida “directamente sobre los cuerpos y como por arte de magia, al margen de cualquier coacción física; pero esta magia sólo opera apoyándose es unas disposiciones registradas, a la manera de unos resortes, en lo más profundo de los cuerpos” (Bourdieu, 2000, p. 30).

Es interesante preguntarse cómo esta violencia se mantiene. Lo hace a través de la colaboración inconsciente de los cuerpos sobre los que se ejerce dicha violencia; en este caso, todos aquellos cuerpos que no sean asignados a hombres cisgénero (hombres cuyo sexo y género concuerdan, es decir, nacieron con genitales masculinos y son hombres) aunque aquí nos estemos refiriendo en concreto al cuerpo de las mujeres.

Esta complicidad entre las mujeres y aquello que nos violenta es consecuencia de las relaciones de poder, las cuales están inscritas en el cuerpo de las mismas (Bourdieu, 2000). Se convierte a las mujeres en seres simbólicos que perpetúan la violencia contra sí mismas. De aquí la importancia de que las mujeres reconectemos con nuestros cuerpos y recuperemos nuestra soberanía personal. Ahora bien, “la violencia simbólica no reside en las conciencias engañadas que bastaría con iluminar” (Bourdieu, 2000, p. 58) sino en una transformación radical de las estructuras de dominación que producen todas estas violencias. No basta con tomar conciencia, aunque sí me parece un buen punto de partida. Las mujeres necesitamos reconectar con nuestros cuerpos, con nuestra animalidad, con nuestros ciclos, ritmos y sentires. Necesitamos mirarnos más allá de un sujeto que produce, que quiere y hace cosas,  habitarnos desde nuestra humanidad para, entre otras cosas, identificarnos violentadas simbólicamente.

Estas estructuras de dominación masculina se sostienen en los pilotos automáticos en los que vivimos. Cuánto menos interrogues a tu contexto, más se presentará éste como el único posible. Hay todo un andamiaje dirigido hacia las mujeres para que éstas desconecten de sus cuerpos y considero que no podremos ser otras, sino las mujeres, las que iniciemos el camino de vuelta a casa.

Categoría: Destacado, juventud
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