ARTÍCULOS DE OPINIÓN

Narrar desde las tripas

Actualizado el 12/03/20 a las 10:11

Antonio Merino

Desde que el senador de los Estados Unidos Joseph McCarthy proclamara en 1950 su siniestra amenaza a todo lo que se moviera en pro de la defensa de los derechos civiles, la cultura (en su sentido más gráfico y representativo) dejó de sentir ese apego por las cosas más íntimas, por lo cotidiano, por los lugares que habían sido comunes para cualquier humano que se advirtiera cerca de lo que antaño se llamara felicidad.

A pesar de que ese infausto recuerdo ya no transita por las vías del odio y la locura, no es menos cierto que un poso de incertidumbre se ha filtrado por la memoria y, por un momento, hemos sentido la necesidad de reescribir la vida desde lo efímero, lo que apenas ya si se recuerda pero que nos alcanza tan solo con poner un pie en la calle que es como decir que la mañana empieza cuando abrimos la ventana de la cocina y el olor de la ciudad se mezcla con el humo de la primera taza de café.

Esas imágenes, que pueden aparecer entre las páginas de cualquier autor de la mal llama “serie negra”, forman  parte , con su fuerza narrativa, de lo más cotidiano: leer el periódico en el metro, abrir un paraguas, dar los buenos días a la vecina del cuarto piso, levantarse las solapas del abrigo, caminar confundido entre la gente, mirar de reojo las imágenes de los escaparates, introducir las manos en los bolsillos… Eso, de alguna forma, es una realidad privilegiada. Pero la realidad, por regla general, ni es justa, ni es complaciente, ni tiene intención de hacerte más feliz.  Por el contrario, si puede, hará todo lo posible por alejarte de los seres más queridos,  pondrá  palitos entre las ruedas de tus sueños y te borrará esa estúpida sonrisa que se te queda cuando aprietas el botón del ascensor sin saber que hoy también será jueves.

Para autores como Horace McCoy, Jim Thompson, Chester Himes o el inconfundible “hijo de perra” de Dashiell Hammet  (como lo llamaba Ernest Hemingway en sus días de gloria) , que vivieron entre los escombros de las ciudades y tejieron los harapos de la miseria , el hampa, la marginalidad, la locura de los hospitales, el acoso del racismo, el asco de estar vivos, las personas somos como esas ondas que se suceden, unas tras otras, al deslizarse una piedra sobre el sombrero del agua. Al final todo se desvanece y solo quedan, temblando en el aire, la imagen derretida en los ojos y el sonido lejano suspendido en un segundo.

El propio Chester Himes  decía que la frágil dignidad de sus “héroes” , narrados como si lo estuviera dictando un condenado a muerte, poco o nada tenían que ver con el parado que hacía cola, aterido de frío, esperando a recibir una taza de  caldo, o las mujeres que trabajaban en las cadenas de producción de la General Motors, o la desesperación del campesino de Indiana que acariciaba la cabecita de su primogénito, con los pies descalzos y las manos llenas de llagas, esperando a que su dios se dignara a llevárselos con él.

Las historias de la historia, aunque no nos gusten, aunque nos amarguen el día, por impotencia o por miedo, guardan para sí lo que vemos y lo que imaginamos. Para algunos, destilar este “veneno social” es una de las formas más hermosas de mentir. De lo que no se habla no existe. Las crónicas de lo cotidiano forman parte de esa Cultura que enlaza con lo carnavelesco del siglo XVI  y que encuentra en la imaginería de la novela gráfica, por ejemplo, un claro sentimiento pedagógico por visitar los rincones del pasado. No obstante, hacer sociología introspectiva con la mirada puesta en la nuca de los “otros” no creo que sirva para reivindicar nada.  Si así fuera estaríamos abocados a culpabilizar a todo ser vivo que no hubiese sido capaz de demostrar un cierto apego por lo humano.

Sinceramente, si dejáramos a nuestros ancestros pudrirse en los eriales del tiempo, estoy seguro de que seríamos más felices y menos hipócritas.

Llegados a esa imaginería de lo visual que reproduce sentimientos de todo tipo, vacíos imposibles de rellenar, correspondencias huérfanas, sin sello y sin remitente, psicologías inversas que maldita sea la gracia , lejos, por no decir ajenos a una cierta literatura asexuada, sin roles, melíflua y cacofónica, nos llega desde el olvido la dialéctica de lo atemporal, de lo que se ve pero no se habla, de lo que se siente pero que se deja pudrir por dentro, de lo que se sueña pero que se esconde por miedo a ser feliz, de puntillas, apenas sin hacer ruido.

Esa dialéctica, sin darnos cuenta, ha engendrado otros nombres y otros autores que como Ana Penyas, Jorge Carrión, Sagar Fornies, Nick Drnaso, o John Lewis, tienen capacidad suficiente para  destrozar la historia con una sola viñeta.

Y todo para que “la dictadura del presente”, como señala con acierto Laura Fernández (BABELIA, febrero 2019) no se adueñe de esa forma tan ingenua que tenemos los humanos cuando reflexionamos  sobre lo que somos , desde extremos y dimensiones que siguen su diáspora hacia el sentimiento más trágico (los más pesimistas), o hasta el humor más encendido  (los marxistas conversos).

La vida entendida como una sucesión de acontecimientos breves que no siempre alcanzan sus objetivos. La inmediatez, la información que fagocita a una población que apenas si tiene fuerzas para despertar de su encefalograma plano, que deforma y tritura cualquier noticia, cualquier fenómeno o suceso, ya sea literario, artístico, político, social o económico con tal de satisfacer el esperpento mediático de millones de seres adocenados, tan solo refleja la soledad de nuestra época.

El retrato de los días ya no es “lo que pasa en la calle”, sino un estúpido vídeo que se hará viral antes de que puedas cerrar los ojos.