La sola idea de trasladar a la sociedad una simple metáfora para explicar el mundo en el que nos movemos, ya es determinante para tomarnos en serio algo que, en otro momento, en otra situación histórica, no le hubiéramos dado la mayor importancia.
Cuando el sociólogo polaco Z. Bauman nos empezó a hablar de la “modernidad líquida” ya sabíamos que el lugar que habitamos no era precisamente algo con lo que hubiéramos soñado. Por otra parte, resulta inquietante confrontar los argumentos de los que forman parte de esa “república de intelectuales”, que no dejan de mirarse el ombligo desde una concepción sesgada y eurocentrista, muy distante de lo que realmente importa. Fuera de París, de Londres o de Harvard, donde se cocina buena parte del pensamiento neoliberal, la modernidad se exhibe como algo que tiene más de exótico que de contrapunto ideológico. Si estuviéramos delante de un senegalés, o de un boliviano, o de un paquistaní, a los que tuviéramos que explicar qué es eso de la modernidad, sentiríamos una profunda vergüenza. Por ejemplo, ¿qué entendemos por modernidad en pleno siglo XXI? Las etapas que conforman esa modernidad nunca se explican, pero se habla de ellas como si siempre hubieran existido. Es algo así como “el sexo de los ángeles” explicado por un marxista como Marcuse.
Cierto es que, en Europa, el concepto de modernidad (en contraposición al clasicismo del XIX) entra de lleno en los inicios del período de “entreguerras” (1914-1945). En España, en cambio, aunque muchos siguen hablando de modernidad (una modernidad impostada) nunca hemos sido modernos porque el espíritu de las banderas y la patria, sostenido por sotanas y terratenientes, lo impidieron a sangre y fuego hace más de ochenta años.
Filósofos y pensadores como Bauman, a pesar de su nihilismo, han insistido en dibujar, con un trazo grueso, el deterioro de nuestra sociedad. Berger, Zizek, Han, incluso alguien tan de la “gauche divine” como Lipovetsky han anotado esa “indiferencia relajada”, donde el individuo se encuentra satisfecho de sí mismo ajeno al mundo exterior. Es lo que los nuevos chamanes del Mindfulness llaman, previo pago de trescientos euros, “nuestra zona de confort”.
Desde esa supuesta modernidad nunca se pensó en el futuro, y mucho menos en reescribir su historia (nos depararía muchas sorpresas), aunque fuera la del día a día, porque entonces ya no sería modernidad sino un maldito selfie colectivo en medio de una orfandad no deseada.
Esto ya no es solo la modernidad líquida. Trasciende y se traslada a todos los ámbitos de la sociedad real, en lo económico, en lo político, en lo social, en las propias relaciones personales, en la forma de hablar o de vestir, de moverse, de relacionarse. Hablamos de la Sociedad Líquida.
En un mundo tan fragmentado donde lo virtual impone sus límites, la vida intenta reconstruirse bajo un sentimiento de fragilidad y una sensación de cansancio propias de un mal paciente. “Reconocer nuestras debilidades nos hará más fuertes”, señalaba con cierto desdén el político británico John Gray, tan cercano al pensamiento mágico en su versión más depurada, “siempre que podamos preservar los valores más esenciales de la cultura occidental”; es decir, dios y el mercado. Ellos siempre están ahí.
Pero todo eso ha cambiado. Incluso los movimientos sindicales, surgidos al calor de las primeras huelgas durante el pasado siglo XIX, han dejado sin efecto algunos de los tics ideológicos que, desde los canales más progresistas, retroalimentaban un falso andamiaje de clase. La proletarización, asentada en todos los sectores que componen el activo de la sociedad, no ha hecho sino fracturar las utopías de los pueblos.
Cierto. El mercado laboral se ha atomizado. Incluso la experiencia del “teletrabajo forzado” ha obligado al tejido empresarial a trastocar sus modelos presentistas de producción. Ahora, el arquetipo laboral avanza hacia un sistema en el que se premia o se penaliza al trabajador en función de su productividad. Es lo que, de forma eufemística, un directivo de Telefónica llamaba “prestación de servicios por objetivos a través de la retribución variable”. ¿Será éste el nuevo estado del bienestar? La apuesta por las ocho horas, que se convirtió en un refrendo universal, se traslada a un nuevo contrato social en el que sabes que, por mucho que lo intentes, nunca podrás cumplir con los objetivos marcados. La metáfora del pequeño roedor dando vueltas dentro de una rueda es un fiel reflejo de este trampantojo social.
Nadie pone en duda que los cambios que se están produciendo asientan un nuevo futuro. Es posible que las oficinas, los colegios y las universidades, o las consultas médicas cambien para siempre, y con ello nuestra forma de contemplar la realidad y de enfrentarnos a la vida que, como decía John Lennon, “es lo que ocurre tras mi ventana mientras estoy haciendo otras cosas”. Esta definición es genial porque define en dos líneas el discurso de la Sociedad Liquida.
Los códigos ya son otros y los referentes no existen, los abandonamos demasiado pronto. Incluso el lenguaje, esa extraña forma de designar cosas, objetos, ideas o conceptos, se muestra incompetente a la hora de interpretar ese deseo por diferenciarse del otro en un desmedido afán de notoriedad que te ofrece una aplicación como Tik Tok. Ante tal indigencia cultural, de pobreza extrema, aquello que antaño llamábamos felicidad se ha convertido en un gran bazar. Tú eliges y pagas por ello. La consecuencia de esta anomia existencial nos lleva a perder el contacto con el otro, aunque en realidad el otro ya no existe. Existen las relaciones líquidas (para eso tenemos Tinder) el amor líquido (o “fluido”, como se identifican las personas llamadas “no binarias”), o el arte y la cultura líquida (los llamados activos digitales o Tokens No Fungibles. NFT.) bajo un entramado de monosílabos, onomatopeyas y neologismos como ghosting. benching. negging, haunting. crush. shippeo. spamear que solo existen en los 15cms de un smartphone. Una realidad en la que lo virtual empieza a tener memoria. Y eso, créanme, no es nada bueno.
Precisamente para romper con esa memoria me gusta recordar las palabras del actor Brian Cox, cuando decía aquello de “lleva siempre contigo una foto de cuando eras niño o niña para saber quién eras. Ese ser lleno de curiosidad, de miedos y rarezas. Ese niño o niña que quizá no sabías que acabaría así, como ahora, pero que estaba abierto a la aventura.”
Hace mucho tiempo que sigo el consejo de Cox. En uno de los bolsillos de mi chaqueta llevo una vieja fotografía, llena de dobleces y manchada por el aliento del tiempo. De vez en cuando la miro, como de soslayo, y me pregunto si ese niño, cabezón y con cara de asombro, subido a un caballito de cartón, al que le gustaba ver cómo los vencejos picoteaban la brisa de los atardeceres, en realidad era otro al que, tarde o temprano, he de volver.