Nos tendríamos que remontar a los años 60 cuando las empresas premiaban a sus empleados varones con un incremento salarial, no más de 40 pesetas, siempre que éstos se casaran, siguiendo los cánones de la iglesia católica, para “crear” una nueva unidad familiar por el simple hecho de “tener que alimentar una boca más”, la de la mujer.
Hablamos de una mujer joven, que los empresarios y el Estado franquista deciden poner en valor, como en los mercados de la India o Paquistán (esas 40 pesetas), dedicada a la crianza, el cuidado de enfermos y ancianos, y las “labores del hogar” como hacer las camas, ir al mercado, preparar las comidas, coser la ropa, limpiar la casa. Eso lo han vivido nuestras abuelas, nuestras madres, y miles de mujeres que, aún hoy, repiten los modelos patriarcales heredados de sus ancestros.
Ese trabajo, por el que no obtienen remuneración alguna, suponía en 2019 el 40,77 % del PIB (según datos del EUROSTAT). Son horas que tienen un coste muy alto para las mujeres, y un gran beneficio para el Estado (426.372 millones), ya que como no computan parecen invisibles. En nuestra pobre escala de valores, como señala la socióloga M.ª Ángeles Durán, “solo se entiende como riqueza lo que produce dinero” (El valor del tiempo). Por eso el cuidado de infantes, enfermos y ancianos, recae en los que cobran menos, inmigrantes y mujeres.
Resulta de lo más didáctico y ejemplarizante el “darse de bruces” contra esas condiciones de vida que han mantenido a la mujer en una clara situación de dependencia, no solo del entorno familiar sino del propio Estado. Cuando señalamos que la esperanza de vida de las mujeres es mayor que la de los varones (85 / 80) no nos podemos quedar en el simple dato estadístico. Viven más años, pero con una peor calidad de vida que se conecta directamente con un deterioro de su salud: cansancio, alteraciones del sueño, estrés, problemas vasculares, incapacidad para desconectar, tensiones familiares, deterioro psicológico… Pero esas mujeres, con los años, han pasado de ser madres para convertirse en abuelas full time. Es como volver a la casilla de salida, pero con penalización.
Según la última encuesta del INE sobre Condiciones de vida de las personas mayores, el 70% de las mujeres mayores de 65 años han cuidado o cuidan de sus nietos, y un 25% de las que los cuidan en la actualidad lo hacen a diario. “De no ser por ellas, ni sus hijas ni sus nueras podrían salir a trabajar”, señala Carmen Morán en uno de sus artículos (La supermujer se extingue. El País). Entre madres, hijas, tías y abuelas se va tejiendo una red de solidaridad invisible que posibilita que la vida siga, tal y como la conocemos.
Es cierto que la actual normativa contempla medidas de conciliación, pero siempre a voluntad de las empresas. A pesar de ello, en la práctica, el 92% de las reducciones de jornada, y el 86% de las excedencias por cuidado familiar, han sido asumidas por las mujeres.
No obstante, como señala Cristina Aragón (profesora de Derecho del Trabajo en la UNED) estas medidas suelen esconder lo que ella denomina efecto búmeran, ya que “parecen ayudas, pero acaban volviéndose contra las mujeres, percibidas por la empresa como menos comprometidas, lo cual las penaliza”, y no solo en cuanto a una merma considerable de su sueldo, en el que quedan fuera todo tipo de complementos, sino también en el desarrollo de sus carreras profesionales.
Durante los últimos veinte años, las mujeres se han ido incorporando al mercado laboral desde sectores como servicios, hostelería y restauración, comercio, sanidad, administración, aunque la brecha salarial se sitúe en un 25% cuando hablamos de realizar las mismas tareas entre varones y mujeres. Salen a trabajar, pero siguen haciéndose cargo de las tareas del hogar en un doble turno. Y esto tiene un fiel reflejo en las tasas de natalidad, pero también en el mercado laboral.
Según se revela en la Encuesta de Fecundidad, Familia y Valores (CIS), cerca del 17% de las mujeres entre 20 y 45 años optan por abandonar el trabajo para dedicarse a la maternidad y a las tareas del hogar. Parece evidente que cuando hay tareas que atender y faltan los recursos, el empleo de la mujer será el primero en caer.
El panorama es poco alentador para una sociedad que transita hacia el envejecimiento de la población, y donde tener un hijo se ha convertido en un lujo. En España cada vez se tienen menos hijos y más tarde. La inestabilidad laboral, el bloqueo de los procesos de emancipación, la prolongación de la dependencia doméstica de los/as jóvenes, el acceso a la vivienda o las políticas de conciliación, son factores determinantes a la hora de fijar objetivos más claros y más flexibles. Todavía estamos sujetos a prácticas laborales que imitan a los viejos procesos productivos, con una presencialidad que no siempre se puede explicar, y unas jornadas interminables que acaban por destruir la poca confianza entre los sectores implicados.
Mi tía Luisa, como tantas otras mujeres de su generación, antes de salir de casa para ir a trabajar a los famosos almacenes SEPU de la Gran Vía de Madrid (donde hoy se encuentra PRIMARK) dejaba a mi primo pequeño al cuidado de mi abuela. De media mañana se lo llevaba a mi tía para darle el pecho, a escondidas en el almacén de la limpieza, y más tarde se lo volvía a entregar a mi abuela para reiniciar de nuevo, cada mañana, el mismo ciclo vital, semana tras semana, mes tras mes. Durante ese tiempo mi tía, que era la mujer más divertida que he conocido jamás, renunció a todo aquello que le hacía feliz, aunque solo fuera en sueños. Renunció al cine y a Gregory Peck, del que se sentía enamorada. Renunció a la música y a los bailes de verano, al teatro, a pasear cerca de las barcas del Retiro. Renunció a la vida.
Seguimos pensando en esas mujeres de los años 60 cuyas historias nos hacen valorar las pequeñas cosas que suceden a nuestro alrededor, como si siempre hubieran estado aquí, porque siempre hemos concebido la “normalidad” como un asunto personal, fuera de toda duda o condición, pero sabemos que eso no es cierto, que no puede haber “normalidad” cuando lo que existe es un sistema de valores de los que tendríamos que aborrecer sin sentir vergüenza.
Ahora, pasados los años, me hubiera gustado coger de la mano a la tía Luisa, y pasear por los chopos del Retiro, y adivinar por su sonrisa a qué saben los besos de Audrey Hepburn y Gregory Peck en la maravillosa escena de Vacaciones en Roma. Me hubiera gustado que todo esto hubiera ocurrido antes, mucho antes de que el sol de la mañana inundara de luz este inmenso sueño del que jamás pienso salir.