ARTÍCULOS DE OPINIÓN

El paraíso horizontal

Actualizado el 11/10/22 a las 13:10

Antonio Merino

La narrativa según la cual la revolución digital está marcando nuestro futuro (algo que resulta evidente) nos convierte en los tontos útiles de las empresas tecnológicas porque siempre será más fácil asumir que somos los portavoces de su causa, que escuchar el incómodo discurso que cae, como una “gota china”, sobre una realidad no deseada.

Cuando Silicon Valley nos estaba hablando de la web 2.0, ésta ya se había trasladado al internet de las cosas, a la economía colaborativa, a la realidad aumentada, a la tecnología de la tercera dimensión, al metaverso.

Aquí no hay perspectiva histórica porque para eso haría falta hacernos un montón de preguntas que cuestionarían nuestro presente. De esta forma el uso devoto de la tecnología se convierte en un estado de ánimo colectivo en el que el individuo ha borrado todos sus referentes culturales e identitarios porque éstos no añaden nada nuevo a su perspectiva de futuro. Tan solo son contemplados como rémoras que se alimentan de los restos que va dejando la memoria.

Si antes nos sentíamos cómodos al hablar de multitarea, como un mal menor que nos permitía aumentar nuestro potencial profesional y nuestra autoestima (previa consulta a Google), ahora son las aplicaciones y los servicios de los smartphones los que alimentan la estupidez con el compromiso de una felicidad previamente diseñada. Todos somos conscientes de que el 98% de esas aplicaciones nos recuerdan a los catálogos de IKEA. Jamás saldremos de esa maldita tienda diseñada por el flautista de Hamelin si no compramos la funda de cama strandtrift o la lámpara lägtryck que luce tan bonita en el rincón del salón.

De lo que hablamos no es sino de un modelo de negocio. Un maldito negocio que refleja los intereses y los compromisos de las empresas que moldean y diseñan esos productos para crear “dependencias”. Es la aberración de la psicología al servicio del mercado. Un juego en el que siempre acabaremos perdiendo.

Por ejemplo, cuando hablamos de información no necesariamente nos estamos refiriendo a un tabloide o a un noticiero de la TV. Esta información se prescribe siguiendo una estricta posología, tanto en cuanto a la cantidad como al intervalo de tiempo entre las distintas tomas, y se presenta en forma de “píldoras”, con efecto placebo, que no te obligan a la reflexión, ni te crean dudas, ni te plantean repensar lo sucedido en el día. Las tomas durante los almuerzos y las cenas en familia, en la oficina frente al ordenador, en el móvil mientras viajas en el metro o en el autobús. Y nos dicen “¡Ey, amigo, es la realidad!”, y te la llevan a casa con la promesa de ser tú el protagonista de esas historias a través de un simple clic en Twitter, Facebook o Instagram, porque cuantas más veces pulses el like más valioso serás para esas empresas que nos conciben como consumidores compulsivos de una publicidad tóxica.

Como muy bien señalaba Evgeny Morozov en su libro La locura del solucionalismo tecnológico, “las empresas de tecnología son como las cadenas de comida rápida, las casas de apuestas o los casinos: crean y manufacturan una adicción a sabiendas de que todo eso tendrá sus consecuencias”. En el caso que nos ocupa no es otra que la distracción, alejarnos de realidad. Una realidad que duele. Una realidad que es sucia y huele mal. La que contamina y destruye los sueños. La realidad inmóvil, la que no repara en modas, ni tan si quiera en ideologías, pero es nuestra realidad. Fuera de esa realidad cualquier cosa es posible.

Eso lo sabe muy bien Sheryl Standberg, directora de operaciones de Facebook, que entiende el servicio que prestan como “una ayuda para expresar nuestros deseos, nuestros anhelos, para sentirnos mejores, más felices, y poder compartir con los demás esa realidad.”. Lo que no dice es que ese paraíso horizontal se asemeja más a los mundos de Yupi que a la familiaridad que te otorga un trabajo precario o el alquiler de una vivienda de 60 m. No importa porque nadie se puede resistir a esa pantallita que se enciende y se apaga con una mueca o con un suspiro. No hay virtud en creer en que estos productos y servicios “tienen como fin el que todos y cada uno de los usuarios se enganchen diabólicamente a ellos”. Esto lo decía Aza Raskin, antes de abandonar Mozilla.

Poco a poco nos estamos convirtiendo en yonquis tecnológicos. Dormimos con el móvil al lado de nuestro compañero o compañera (una versión 3.0 del poliamor). Su uso generalizado en los transportes es ya pandémico. Cada novedad que surge en el mercado se convierte en una trágica demonstración de lo que nos hemos convertido, con miles de personas haciendo su fila para conseguir el último modelo que nos hará únicos, distintos, pero también evanescentes, invisibles, porque fuera de ese mundo estamos muertos.

Este diseño adictivo, más temprano que tarde, nos llevará a la indigencia mental, atrapados en un bucle digital por pura estrategia de las grandes tecnológicas.  El psicólogo Adam Alter lo describe de una forma muy gráfica: “El scroll del móvil está basado en el diseño de las máquinas tragaperras, porque está pensado para mantenerte pegado a ellas el mayor tiempo posible”. Al final, ¿la felicidad era solo eso?

Mi amigo Mario Benedetti, al que tanto debo, gustaba de recordar una frase aparecida en un muro de la ciudad de Quito, en Ecuador, que con los años se hizo muy popular: “Cuando ya teníamos las respuestas, nos cambiaron las preguntas”. La perplejidad que sintió aquel hombre escribiendo sobre ese muro, es lo que algunos sentimos hoy, siendo un lunes cualquiera mientras espero sentado en un vagón de la Línea 6 a que alguien levante la cabeza y me sonría.