ARTÍCULOS DE OPINIÓN

El negocio de la ignorancia

Actualizado el 27/04/23 a las 13:11

Antonio Merino

Hace unos años los laboratorios Merck pusieron a la venta un fármaco, el Vioxx, para tratar la osteoartritis. A los pocos meses ya se había convertido en un “superventas”, aumentando un 6% el valor de su cotización en los mercados de Wall Street. Cinco años más tarde sería retirado en todo el mundo por causar, solo en los Estados Unidos, más de 180.000 infartos y graves efectos secundarios en el sistema vascular. El llamado “escándalo Vioxx” no era el primero ni sería el último de una serie de acusaciones que ponían en entredicho no solo la reputación de la industria sino también toda una trama de sobornos que acabarían por salpicar a la FDA y a la propia administración norteamericana bajo la presidencia de George W. Bush.

Esta es una tendencia natural que está en los genes de las multinacionales, ya que su único objetivo es ampliar la cifra potencial de clientes, e incrementar sus abultados beneficios. Es la aberración del sistema capitalista sostenido por una dependencia brutal y patológica que mantiene a los ciudadanos/as en situaciones límite cuando se trata de combatir determinadas enfermedades, aun sabiendo que muchos de estos fármacos adquieren el mismo tratamiento ético de un placebo.

Obtener algún beneficio a costa de las enfermedades que millones de personas padecen o que padecerán en algún momento de sus vidas, se entiende como un negocio en el que los inversores buscan recuperar y aumentar el precio de sus acciones. Cuando la banca Goldman Sachs señala que “curar enfermedades no es rentable para las farmacéuticas” no está diciendo nada nuevo. La revista Forbes presentó en 2017 un extenso informe en el que aparecían las 15 mayores empresas farmacéuticas del mundo, con unas cifras de negocio que alcanzaban los 700.000 millones de $. Solo por la gestión de patentes y la producción de fármacos en los tratamientos oncológicos, se superaban las cifras por ventas de armas o las telecomunicaciones.

Autores como Philippe Pignarre, Marcia Angell o Ray Moynihan (Vendedores de enfermedades. 2005), ya habían desarrollado distintas líneas de investigación sobre esa tendencia, cada vez más común, por lo que se ha dado en llamar disease mongering, término acuñado por la periodista Lynn Payer. Es decir, exagerar lo que debe ser una enfermedad, ampliando los límites de lo que significa una patología, para aumentar la cifra potencial de clientes e incrementar sus beneficios. Aquí no hay pacientes, solo clientes, y este cambio no es solo semántico sino también ideológico, de visión de una realidad que disfraza la propia naturaleza del ser humano para conferirle la etiqueta de necio, ingenuo o ignorante, y le obliga (como “cliente”) a pagar por unos servicios que jamás podrán disfrutar.

Una tendencia que, en muchos casos, como apunta Moynihan, sigue siendo muy recurrente, por ejemplo “la disfunción sexual femenina, cuando las dificultades sexuales comunes se tratan como patológicas, o la menopausia, con la que un proceso natural se identifica como una dolencia”. El propio presidente de la Federación Internacional de la Industria del Medicamento, Harvey Bale, ha señalado que, efectivamente, “hay ejemplos de sobrepromoción excesiva”, que es el tipo de respuesta que daría un niño de cuatro años cuando intenta esconder la merienda.  Por poner un ejemplo, solo en la última final de la Super Bowl (160 millones de telespectadores) los anuncios de determinados laboratorios, como Pfizer o BMS, competían con las criptomonedas, las chocolatinas de Mars, y los 1.400 millones de alitas de pollo devoradas ante el televisor. No olvidemos que esta industria invierte el doble en marketing que en I + D, cuando buena parte de esa inversión en I + D procede de fondos públicos, como ya se demostró en el desarrollo de las vacunas contra el COVID 19.

Pero los laboratorios se defienden argumentando que “es el colectivo médico el que nombra a las enfermedades, no los laboratorios”. Un argumento de poco peso cuando durante años ha sido la industria la que ha trasladado a ese colectivo sus “recomendaciones” en Congresos, revistas científicas de prestigio y en “estudios observacionales”, como ya ocurriera con Servier y su medicamento para el corazón (Procoralan ) , o la francesa Sanofi con su estudio sobre diabetes cuando ya tenía en el mercado a su producto estrella, Lantus.

La mayoría de los cincuenta medicamentos concernidos por estos “estudios” son preparaciones análogas a medicamentos que ya existen, y cuya eficacia algunas autoridades sanitarias, como las alemanas, las han considerado como mediocres. La pregunta es: ¿Para qué sirve un “estudio observacional” de un producto que ya se encuentra a la venta y fue prescrito y autorizado hace 25 años?

En España, la publicidad de los medicamentos con receta está prohibida, pero no así la patología. Lo vemos a diario. Por ejemplo, cuando se habla de osteoporosis todo se exagera para que sea el “paciente” quien demande el tratamiento a su médico/a. Son las mismas técnicas que utilizaría un chamán de Bahía o un viejo santero de Camagüey.  La enfermedad no se fabrica, pero se exagera. Si los viejos galenos del Renacimiento ya atendían el llamado “mal del hígado”, ahora las amenazas para la salud son el colesterol, la tristeza, la soledad, el niño hiperactivo, la impotencia masculina, la calvicie…Cualquier causa de malestar se medicaliza.

Parece evidente que la atención a la salud está cada día más impregnada de valores de mercado, y las funciones de cuidar, curar y rehabilitar han perdido buena parte de su “centralidad”. Como bien argumenta el profesor Carlos Alvarez-Dardet, “antes la medicina diagnosticaba y trataba enfermedades. Ahora diagnostica y trata lo que, eventualmente, podría pasar. Estamos acostumbrados a gastar dinero y sufrir efectos secundarios para curarnos, pero si lo hacemos para prevenir, se crea un problema que hasta ahora no existía”.

 ¿Sera la medicina predictiva un nuevo caballo de Troya que abra las puertas al diseñó e interpretación de nuevos fármacos? La industria ya lo está celebrando.