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El imaginario virtual

Actualizado el 15/02/22 a las 18:01

Antonio Merino

Consultor Internacional

No hace mucho se publicó en España un estudio, bastante interesante, sobre la sociedad digital (Fundación Telefónica). En dicho estudio ya se contemplaba que el 96,8 % de los españoles entre 14 y 24 años prefería WhatsApp como canal para comunicarse con familiares y amigos. También, fuera de Europa, se han realizado estudios e informes (como el de la empresa BankMyCell) que, además de acuñar la etiqueta de «generación muda”, señalaba que siete de cada diez milenials en Estados Unidos evitaban las llamadas de teléfono, y que al 81 % les producía ansiedad al hacerlas o recibirlas. Desconocemos la muestra y la segmentación de este tipo de informes (por ejemplo, si afecta más a los varones que a las mujeres), pero lo cierto es que, aunque el audio sigue siendo una excelente herramienta integrada en las plataformas de comunicación y en las RRSS, no lo es menos que la alergia global a las llamadas de teléfono se ha convertido en una realidad conforme pasan los años.

Sí, hay ganas de comunicarse, pero hablar en tiempo real no siempre es fácil. Como señala la profesora Cristina Vela (Universidad de Valladolid), “todos estamos haciendo mil cosas a la vez. Detenernos para atender una llamada resulta cada vez más complicado. Podemos enviar un audio mientras esperamos en la cola del supermercado, o desde un vagón de metro antes de llegar a nuestro destino. Esta flexibilidad es muy valorada”. El argumento se podría entender dentro de un contexto más familiar y cotidiano, en el quehacer diario, pero cuando entramos en entornos profesionales ya se da por supuesto que siempre se aconseja recurrir al correo electrónico porque se entiende que es una vía menos intrusiva y respetuosa con el tiempo del receptor. Sinceramente, yo no lo creo. Me parece que estamos asumiendo una realidad que cada día se parece más a un storytelling pero contada a cámara lenta. De lo políticamente correcto, enunciado por las élites neoliberales en los Estados Unidos como fórmula para escapar de su oprobio histórico, y del slow life y su traslación a los siete chakras del universo hindú, hemos pasado al lose feeling melifluo, a no reconocerse si no es a través de un muro virtual.

Y seguimos preguntándonos: ¿Dónde queda la voluntad de interactuar con los demás cuando tenemos que controlar lo que decimos, cómo lo decimos y cuando tenemos que escuchar la respuesta, para (según nos aconsejan) no inducir unos niveles de estrés más allá de lo deseable? Si esto fuera así, con la mitad del mundo ciego, porque no quiere ver, y la otra mitad mudo, porque no les dejan hablar, si esto fuera así, si se estuviera sobreactuando desde la anomia, entonces los vínculos sociales se debilitarían y la sociedad civil perdería toda su fuerza para poder integrar a sus miembros, de forma adecuada, sin generar fenómenos sociales indeseables como la soledad, el aislamiento por desarraigo de los entornos familiares y sociales, o el suicidio.

Y esto no solo lo digo yo. Ya lo observaba E. Durkheim en dos de sus obras más emblemáticas: La división del trabajo (1893), y El suicidio (1897). Lo mismo ocurre cuando hablamos de que “la función crea el órgano, y la necesidad crea la función”, según el argumento de J.B. Lamarck, formulado en 1809, cincuenta años antes de que Darwin nos hablara de su revolucionaria teoría de la evolución de las especies, y de los primeros ensayos sobre socialismo científico formulados por F. Engels en 1880.

Nada pues es nuevo. Eso sí, vamos a vaticinar ese futuro mayestático donde el ser humano sufriera una transformación de sus miembros superiores (por falta de uso versus sociedad domótica) a imagen y semejanza de los bracitos de un tiranosaurio rex, o a no poder comprender una simple factura o un editorial de prensa ya que leer más de 150 caracteres podría causar alguna alteración en las funciones neuronales del individuo. Es evidente que el sistema ama a la gente que no tiene nada que decir.

Dentro de este discurso digital postexto, con el consumo masivo de información (lo que se ha dado en llamar chatarra mediática) y un uso desmedido de la comunicación asincrónica, el hecho de efectuar una simple llamada telefónica se empieza a percibir como algo que puede invadir tu espacio, tu burbuja social.

Pero no solo eso. La información (da lo mismo que sea veraz o un simple fake news) se convierte, de forma instantánea, en un meme o en un tweet alojado en Instagram bajo miles de likes acumulados mediante movimientos repetitivos e imperceptibles. Incluso la voz humana, tan característica y personal de cada individuo, también está en proceso de transformación por falta de uso. Esa falsa cultura visual, trufada de audio y video, que se incorpora de forma acrítica en las RRSS, fagocita un mercado con millones de seguidores atrapados por la imaginería de sus tiktokers que mueven los labios mientras bailan, o leen de forma mecánica en los textos que aparecen sobreimpresionados. Lauren Collee, tan activa en la investigación de esta cultura visual (recomendamos la revista Real Life), nos señala esa singularidad de la voz humana frente a lo digital. Algo así como “la última frontera de nuestra identidad”, en un mundo que cada día reclama más espacio para expresarse y ser vistos, observados, en un bucle constante de imágenes que se suceden unas a otras sin parar antes de que alguien decida ocupar nuestro lugar.

Pura obsolescencia programada o la estulticia de una realidad que sigue sin mirarse en el espejo.

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