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El error 404

Actualizado el 29/03/22 a las 18:35

Antonio Merino

Consultor Internacional

En su relato de La Biblioteca de Babel (1941), J. L. Borges equiparaba al Universo con una Biblioteca infinita, construida sobre galerías hexagonales y pozos de ventilación, con pasillos eternos y anaqueles atestados de libros que llegaban hasta el techo, un techo que no podías ver desde abajo. Además, se daba una combinación infinita de símbolos y de libros sin orden aparente, pero todo el saber de la humanidad estaba allí. Es la certidumbre de que todo está dicho, de que todo está prefigurado para anular la voluntad del hombre. Curiosamente el relato estaba escrito en un cuaderno de contabilidad, como esos que se utilizaban en las tiendas de ultramarinos, algo, por otra parte, muy borgiano.

Lo que Borges no llegó a enunciar fue el colapso de esa Biblioteca, el punto de no retorno, donde las palabras desaparecen al pronunciarlas, y los anaqueles infinitos van cayendo, uno tras otro, bajo el peso de su arrogancia.

Nunca me pareció un relato agradable, todo lo contrario.

Es confuso, intrascendente, sin respuestas porque nadie las ha pedido. Pero está ahí, enfrentándonos a un discurso que, aparentemente, no tiene nada de racional.

Lo paradójico de todo esto es que el relato nos conecta directamente con nuestra realidad. Así vemos cómo el pasado 6 de octubre de 2021, el mundo (el universo borgiano) enmudeció durante seis horas interminables. Todas las empresas de Facebook, Instagram y WhatsApp sufrieron una caída de la red que afectó a más de 6.800 millones de personas. En un momento la vida dejó de tener sentido para los que la diseñaron desde los silos de la realidad interconectada. Esther Paniagua, como periodista científica, lo expresa de forma directa desde las páginas de su libro El error 404, ¿preparados para un mundo sin internet? (Ed. Destino).  Solo con hacerse esa pregunta ya estamos generando una cierta angustia vital desde el neuropéptido de la vasopresina (sintetizado en el hipotálamo) que se pone en marcha cuando intentamos activar el móvil y la pantallita, que luce linda con la foto de los niños, pasa a negro.

Después de atravesar una pandemia cualquier suceso, potencialmente luctuoso, no dejaría de tener su punto de tragicomedia: desabastecimiento de comida y productos de primera necesidad, como los fármacos, inaccesibilidad a los servicios públicos, hospitales y cierre de fábricas, caída de la red eléctrica, desabastecimientos de agua…

En realidad, ¿sabemos quién está detrás de la Red de Redes? ¿Quién hace posible que millones de bytes se constituyan en unidades de memoria?  Es curioso que el ciudadano esté cada día más preocupado por la confidencialidad de sus datos (que es algo imposible porque desde el mismo momento en que nacemos ya nos han asignado un número) que en la mal llamada Inteligencia Artificial (IA), o en los algoritmos, cuando ya todos dependemos de ellos. En todo caso, aunque solo sea como medida preventiva, es preferible preguntarle a Siri cómo ha amanecido antes de que te desenchufe de tu realidad.

Todos recordamos a ese personaje esperpéntico de Jim Carrey haciendo el papel del agente de seguros Truman Burbank en El show de Truman.  Aparte  de la maravillosa música de Philip Glass, esta ficción nos plantea el eterno dilema, en clave moral y ética del individuo como ente ya programado, y de cómo cada vez estamos más vigilados, más controlados. Es la perversión “idílica” de la caverna de Platón.

La clave pues no está en el cúmulo de desgracias sobrevenidas, ni tan siquiera en el discurso filosófico del “eterno adventum”. Con ello ya contamos. Ahora se nos presenta ante la historia la figura de los 14 Centinelas de Internet. ¿Los superhéroes o los supervillanos? Como los Cancerberos de la mitología griega. Perros de tres cabezas (en este caso serían de 14 cabezas) que guardan la puerta de Hares (el inframundo griego). Ahora trasladamos el inframundo a la Red de Redes, a resultas de que los Cancerberos son 14 ingenieros, suponemos que reclutados por el FBI, que disponen de firmas digitales asociadas a 14 llaves físicas, que permiten acceder a cuatro cámaras acorazadas repartidas por las costas de los Estados Unidos donde se almacena todo el sistema de DNS de los ordenadores de todo el mundo. El alma del diablo o el sueño de dios. No es solo una pregunta.

Con lo que nadie contaba es que estos 14 ingenieros tienen ideología, y familia, y se enamoran, o no, y tienen amantes, padres, viajan, asisten a bodas y a entierros, ¿tienen sueños?, o no, y padecen y sudan o pasan frío, y se cambian de camisa, y ríen y lloran, y discuten con sus cuñados en los bares y en los pubs, y algún día intentarán recordar las claves de sus firmas, y no sabrán dónde están las putas llaves porque jamás nadie les dijo nada.

A veces tengo la sensación de que todos y todas nacemos con un hacker dentro, un hacker de los llamados de “sombrero blanco”, y que cada cierto tiempo desaparece para transformarse en una especie de Gollum reptando por los pasillos del odio y el resentimiento, la mentira y la soberbia, contaminando los sesgos de raza o clase social, como si el mundo, lo real, quedara lejos, muy lejos, de lo que ayer llamábamos vida, porque era así cuando podíamos soñar alimentando una puesta de sol, o calentarnos las manos acariciando las mejillas de la abuela, que ya dibuja en sus ojos una tarde de despedida, o poder hablar con el ser que amas aunque sepas que no está a tu lado, o imaginarse lejos, muy lejos, aunque sigas con la mirada pegada a la ventana mientras el camarero te pregunta, por cuarta vez, si quieres el café con la leche caliente.

 

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