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Cinco minutos más contigo

Actualizado el 22/08/20 a las 18:43

Antonio Merino

Consultor internacional

No hace mucho Juan José Millás señalaba, un poco aterrado (sabiendo lo que significa esa palabra en boca de Millás), que estaba sintiendo los primeros brotes de lo que sería un “Síndrome de Diógenes” por todo lo que ha ido guardando a lo largo de su vida pensando que, en algún momento, le podría ser necesario. En su caso se trataba de libros, miles de libros que jamás podrá leer, incluso que desconoce que están ahí.

Ahora, con la llegada de ese huésped distópico al que llamamos COVID 19, ya no es necesario crear una dependencia en relación con la necesidad, y mucho menos con las cosas que nos rodean. Sería algo así como acondicionar entornos que solo dependan de nosotros, dejando fuera la “vida cotidiana” con sus problemas y contradicciones. Es decir, mucho zen, mucha “iluminación silenciosa” que puedan crear la ilusión de que ya nada será igual. Pero, igual a qué.

Si pensamos que en las primeras semanas de la pandemia, la situación era como “si cada día se cayeran tres aviones”, cualquier pregunta, cualquier interrogante, quedaría sepultado por una realidad brutal que nos desborda. En un momento, casi sin darnos cuenta, los objetos, las cosas cotidianas , habían dejado de ser imprescindibles. Si me preguntasen sobre ese momento no sabría decir dónde dejé mi vaso de los lapiceros, mi carpeta de “asuntos pendientes”, las fotos de mis compañeras de la oficina, el orden del desorden que ahora habitamos. Y subimos a los ojos el café horrible de la máquina, los besos de generosidad compartida, el sonido de los teléfonos, la maldita fotocopiadora (ya se, Teresa, que tenemos que cambiarla), las visitas…, en una realidad circular que nos obliga a reinventarnos cada mañana, como si sonara el despertador y nos hubiéramos transformado en una especie de avatar de Bill Murray en “Atrapados en el tiempo”.

Pero pasar del presente continuo al presente futuro, cuando todos sabemos (a excepción de matafísicos y monoteístas) que el futuro no existe, es bastante frustrante porque como “la vida no tiene asas” no puedes agarrarte a nada. Conceptos como familia, trabajo, compañía, ocio…, han quedado soterrados bajo el peso de una realidad que no hace distingos entre verdades, medias verdades, verdades que no son verdades y, como siempre, el empeño de una sociedad cainita, proclive al olvido de su propia historia y generadora de “cuñados” que, con la soltura de un cabo furriel, pueden cambiarte tanto la junta de la trócola del coche como distinguir un test PCR de polimerasa. Decía Hegel (muy apegado al pensamiento de Voltaire) que “el ser humano es imbécil desde que nace hasta que muere. Lo único que le salva al estólido es la solidaridad y la duda”. Tiempos de estupidez, aventados con furia desde las redes sociales. Tiempos de duda, cuando ya ni somos capaces de diferenciar un virus de un hongo o de una bacteria, porque para eso ya hay tertulianos apegados al antiguo régimen que convierten la bandera en su propio diccionario. Tiempos de solidaridad. ¿Seguro?

Para nosotros será fácil salir a los balcones para aplaudir, de forma mecánica, con las limitaciones emocionales de la cosificada clase media, cuando las preferencias-versus necesidades no pasan de ir a la compra, caminar, sacar al perro, pasear con los niños. Lo más básico se ha convertido en lo que más nos hace felices. Es la solidaridad hedonista más triste y cobarde de una sociedad que si sigue mirándose hacia adentro acabará por pudrirse.

Pero el mundo, por mucho que queramos, no habita en las series de Netflix, HBO o Amazon. Mientras escribimos, millones de desplazados caminan sin rumbo. Aquellos que siempre han sido pobres , porque la pobreza si entiende de virus pero la palabra futuro no saben pronunciarla. Para ellos, el solo hecho de poder respirar se convierte hoy en un regalo. Casas convertidas en “Hospitales de miseria”, donde se hacinan 20 personas en poco más de 30 m2, levantadas con chapas de metal que se convierten en auténticos “cocederos”, o con techos de guano (la porquería que defecan las aves) y pisos de tierra que cuando llueve levantan un hedor insoportable, sin agua, recorriendo 5 kms cada mañana para llevar un “pocito” donde asear a las criaturas, sabiendo que muchas de ellas se irán de este mundo igual que cuando vinieron. A los ojos de occidente, que es como decir a los ojos de dios, son invisibles: no hay datos, ni registros, ni huellas de su presencia. Ellos siguen el ciclo natural de la vida, igual que un mapache: nacen, crecen, se reproducen y mueren.

Porque la solidaridad, los derechos humanos, el trabajo que dignifica a la persona, nos está descubriendo que, o cambiamos el modelo productivo y sus redes clientelares (paraísos fiscales, sociedades opacas…) o la sociedad se verá abocada a sufrir un daño económico irreparable. El reordenamiento de las prioridades económicas, sociales y sanitarias, serán decisivas en la sociedad real del siglo XXI. Y dentro de ese reordenamiento de prioridades el trabajo ha de ser el pilar fundamental . Los empleos que nadie quiere, los peor valorados socialmente, los menos remunerados, son los que están salvando los hogares de millones de personas. Trabajadores de la limpieza, del transporte, de los supermercados, repartidores y “rides”, dependientas, panaderos, pequeños agricultores y ganaderos… Curiosamente cuando eliminamos todo lo prescindible nos damos cuenta de que la llamada economía real está basada en esa “clase cuidadora” que realiza su tarea para hacer posible la vida de los demás.

Dentro de ese magma de vulnerabilidad , seguimos sin asumir que la mayoría de estos trabajos los realizan las mujeres. Ellas representan el 83% de las ocupaciones en Centros Residenciales, y más del 87% llevan a cabo su trabajo en los Servicios Sociales. Además, el 60% trabaja en el sector del comercio, y más del 89% de las personas que realizan labores de cuidado en el hogar son mujeres, es decir, cerca de 3,5 millones que, incluso la EPA (Encuesta de Población Activa) considera “inactivas”. Muchas de estas personas no poseen altas cualificaciones o titulaciones. Además, son trabajos que carecen de “Glamour”. Lo que el antropólogo David Graeber llamaría “trabajos de mierda”. La polarización social, tarde o temprano, será evidente, y entonces estaremos obligados a actualizar todo el tejido social, de arriba hasta abajo. Ya no tendremos tan claro qué es lo que aporta valor a los mercados, porque esos mercados serán otros. Imposible hacer una estimación de cómo sería una sociedad en la que un panadero o una trabajadora social de un ONG puedan ser más valorados que los especuladores financieros. Es lo que hace más de 150 años Federico Engels llamaría “el valor social del trabajo”. Si esto fuera así, teniendo en cuenta el papel que está jugando la Corona, la Conferencia Episcopal, o los CEOS del especulativo IBEX, su existencia quedaría en entredicho, al igual que esos millones de personas que van a trabajar todos los días convencidos de que sus trabajos están sobrevalorados. Ese ejército gris que hemos visto tantas veces retratado en las películas de Hollywood, que desempeñan sin pudor tareas que pueden hacerse en media hora, está tan arraigado en la propia estructura empresarial, en el sistema capitalista del que se alimentan, que si hiciéramos una encuesta, a nivel global, con una sola pregunta: ¿piensa que su trabajo aporta algo significativo al mundo , es más que probable que un 60% de ese ejército diría NO.

Todo esto pasará, tendremos nuevos sueños y la normalidad advertida será la anormalidad más necesaria porque ya nada tendría que ser igual, porque ya nada se podrá expresar con las mismas palabras, y haremos añicos el DRAE, y sentiremos que hay algo que hemos perdido en el camino, y volveremos a esos lugares que se quedaron prendidos en el ojal de la chaqueta, y pondremos nombre a las nubes dibujadas en los charquitos de las calles, y los jueves serán más jueves que nunca, y empezaremos a valorar los actos y los objetos más simples e inadvertidos, a celebrar la vida sin hacernos tantas preguntas que hoy, apenas si tienen sentido, a desear, por encima de todo, poder estar cinco minutos más contigo.

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