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¿Cambiar el rollo del papel higiénico también es ideología?

Actualizado el 27/02/23 a las 18:00

Antonio Merino

Consultor Internacional

El virus cronifica la desigualdad. A estas alturas, cuando hablamos de virus, ya no estamos muy seguros de referirnos a la pandemia o a esa otra enfermedad económica que se ha cronificado de forma transversal en los eslabones más débiles de la cadena social. Con ello certificamos los problemas sistémicos de una sociedad que lastran su desarrollo con toda su crudeza. Cabría recordar que el modelo productivo español generó en los años de bonanza económica un espejismo de trabajo fácil que atrajo a numerosos jóvenes que abandonaron su educación y su formación en pos de las ofertas que venían desde zonas con una fuerte implantación en sectores como el turismo, la construcción o los servicios. Roto el espejo, la realidad volvió a poner al descubierto las bolsas de paro juvenil engordadas por esa masa de población sin formación que se sostiene bajo el débil andamiaje de una economía sumergida que a muchos dejó sin recursos y sin sueños.

“La desigualdad social es algo con lo que convivimos”, señala Ana Rujas , una de las autoras de la serie Cardo . Y no le falta razón. Los veinteañeros de la recesión económica del 2008 son los treintañeros que están afrontando la pandemia cuando todavía no han podido resarcirse del golpe anterior. Esta generación desencantada, sin apenas oportunidades, se cuela por derecho en las nuevas series de HBO o de ATRESplayer, pero también en la literatura y en la cultura (no tan mediática como se piensa), en la forma de entender las RRSS, en las relaciones personales, en sus gustos y opiniones, en sus formas de vestir o de hablar. Aquí no trascienden trabajos de oficina, ni profesiones liberales de una clase media venida a menos, cuando muchos de estos jóvenes descubrieron que sus padres habían cambiado las rebajas de Mercadona por las bolsas que se repartían, llenas de dignidad, por los barrios de Opañel y Orcasitas.

“Malvivir está de moda”. Lo dice Elena Medel en su novela Las maravillas (la recomiendo). Lo peor de todo esto es que malvivir siempre ha estado de moda, porque hace tiempo que perdimos a esos referentes que nos enseñaban que la vida es todo menos elegante. ¡Maldita sea la gracia! Estudias una carrera, haces un máster, o dos, aprendes un idioma, sumas cursos y aficiones a tu currículum, con la promesa de conseguir un trabajo estable, un coche, unas vacaciones, y sin embargo sigues viviendo peor que tus padres, o en el mejor de los casos vuelves a la misma habitación donde colgabas los posters de Coldplay o los Corrs, y guardabas bajo el colchón la última página de la chica del As.

Mi padre, al que siempre llamé por su nombre, fue un miembro activo de la llamada “quinta del biberón”. Terminó la guerra a los 21 años, con dos condenas a muerte conmutadas por trabajos forzados en las canteras de Larache. ¿Dónde estaba su futuro entonces cuando apenas si tenía presente? Todas las generaciones crecen bajo la agonía de una conciencia que, lejos de ser colectiva, participa de una realidad devastadora. Sinceramente, ¿a quién debemos culpar de todo ello? Seguimos sin entender cómo funciona el engranaje que permite que todo siga su curso, incluso las propias decisiones políticas que engendran desigualdades económicas y que, en algún momento, acaban por cronificarse y atraen, como pollos sin cabeza, a esos nuevos reclutas que ven en las fuerzas antisistema un floreciente caldo de cultivo para engendrar odio, confusión, incertidumbre y miedo, su único discurso.

Resulta curioso que, en medio de esta teatralización neoliberal, surja una nueva generación impostada: la generación E. Una generación que, según sus creadores, pretende generar talento entre jóvenes menores de 27 años, para “ampliar su visión de futuro”. Se buscan a los nuevos intérpretes, a los que manejan la sofisticación de las soft skills, las habilidades para el éxito, bajo la protección de aquellos que se retroalimentan de las crisis que ellos mismos habían provocado. Curiosa la recreación de actores como BBVA, Talentum Telefónica, Infojobs, o la Generation Spain, una institución fundada por McKinsey Company, la cual cuenta entre sus éxitos la caída de Enron, la mayor empresa energética de los Estados Unidos, el apoyo a la represión de la disidencia en Arabia Saudí, los escándalos de corrupción en Sudáfrica, o el apoyo a determinas empresas farmacéuticas de cara a conseguir mayores prescripciones de opiáceos. Son los “iluminatis” del siglo XXI, los hacedores de la vieja economía de Adam Smith, cuando la ética y los principios no se pueden juzgar con vanos discursos filosóficos (ellos ya tienen a Kant). Su lema: “los trabajos que no generan riqueza son los mejor pagados”. Y tienen razón.

No hay algoritmo que pueda hacer un diagnóstico lúcido de lo que significa subirse a una determinada generación sin ninguna perspectiva para entenderla. Nos comportamos como animales de granja a los que se les asigna un código de barras donde se expone toda nuestra existencia, la presente y la que está por llegar, por muy miserable que sea. Es la trazabilidad más obscena para un escenario lleno de incertidumbres. Incluso el lenguaje, el que defina el nombre de las cosas para dar fe de su existencia, queda atrapado por la maquinaria del “etiquetado”, ya sea por defecto o por exceso. Hoy puedes ser lo que quieras porque el mercado te lo premia: milenials, generación X, o Z, o Alfa, o un “miserable boomer” caricaturizado por la desidia y el cansancio generacional porque ser otro, aunque no sea verdad, produce una inmensa pereza.

Los afligidos, los cansados de vivir, los que se ven arrollados por una realidad que no entienden, tratan en todo momento de autorrepresentarse en un selfi infinito, aunque sean conscientes de estar actuando como una mercancía a la que se puede reemplazar. Los contextos sociales no siempre nos dejan ver los marcadores generacionales. Con razón A. H. Petersen señalaba en su libro No puedo la vulnerabilidad de palabras como éxito o estabilidad ya que, hoy día, nadie apuesta por ellas. Y ponía como ejemplo a los baby boomers que “hicieron eso de dejar un solo trozo de papel higiénico en el rollo y fingir que no les tocaba cambiarlo “. Tremendo error de percepción porque una acción tan simple como cambiar el rollo de papel, nos guste o no, también es ideología, y esto ya no es una simple anécdota familiar. Las actitudes y los compromisos, los sistemas de representación que se instalan en lo cotidiano, los comportamientos efímeros, reflejan la parte de un todo que a lo largo de los años irá moldeando nuestra forma de ser y de estar. Ya no se trata de saber cómo ves el mundo, que es algo que a nadie le interesa, sino de cómo el mundo te ve a ti, y en esto tienes todas las de perder. En todo caso, peor sería que alguien te pillara con el rollo de papel en la mano y con los pantalones bajados sin saber dónde lo has de colocar. En su defecto, además de asumir que eres imbécil, eso seguiría siendo ideología.

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