RECURSOS

El algoritmo de la miseria

Actualizado el 20/09/21 a las 11:58

Antonio Merino

Consultor Internacional

Hay una neurocientífica india, Tara Thiagarajan, que define muy bien el funcionamiento básico de la mente. Según ella, la mente humana se desarrolla dependiendo de las circunstancias y experiencias vitales de cada persona. Parece una obviedad, pero cuando introducimos en este discurso lógico variables que no controlamos bajo conceptos como móvil, tablet, internet…, esa mente humana contextualiza su nuevo orden a través de estímulos que permiten segregar y redefinir un determinado contexto social, político o económico cuyo eje principal es el ciudadano. Tener la capacidad de relacionarse con otra gente, por ejemplo, viajar, acceder a la educación, a la sanidad, incluso hacer uso de una cierta tecnología obsolescente, permite crear nuevas conexiones que aumentan la capacidad cognitiva del saber y del estar, verbos que en este caso se me antojan subversivos.

Nuestra amiga Tara lo evidencia de una forma muy didáctica: «El cuerpo humano necesita 2 dólares al día para consumir las calorías necesarias que forman parte de su nutrición para no morir de hambre. Para alimentar el cerebro con estímulos son necesarios 30 dólares diarios. Pero esa cifra es inalcanzable para el 80 % de la población mundial.
Si trasladamos esa secuencia al mundo real, de lo cotidiano, vemos que lo social, con o sin estímulos, sigue siendo una carga que, a veces, impide al individuo crecer en su desarrollo como persona». El ascensor social, que es la gran estafa del sistema neocapitalista, se ha convertido en el algoritmo de la miseria.

Aquí no existen paradigmas, ni falsos marxistas trufados de lacanianos, ni filósofos que tratan sobre las bondades del esfuerzo y del trabajo. El tajo social entre los de arriba y los de abajo, entre el Norte y el Sur, solo evidencia la cronificación de algo tan rutinario como ver a un sintecho acurrucado entre cartones a la puerta de un Banco. El perfecto oxímoron de nuestro tiempo.

No olvidemos que seguimos bajo los efectos de una pandemia. Aun así, las grandes constructoras duplican sus beneficios, y los lobbies del transporte aéreo (como IAG, al que pertenece Iberia), o la banca comercial, se anotan beneficios 20 veces superiores a los obtenidos en el mismo período de 2020. Todo ello contrasta con la desaparición de cerca de 14.000 empleos directos y más de 34. 000 indirectos provocados y asumidos por estas mismas empresas que se jactan de ser la columna vertebral del sistema.

Sinceramente, todo esto resulta pornográfico, hiriente, sucio, melodramático, kafkiano. Si en este país no se ha producido un estallido social se debe, fundamentalmente, a una determinada economía sumergida, a las redes familiares y, sobre todo, a determinados mecanismos públicos como los ERTE y las ayudas familiares que han actuado como colchón “suavizando” la brutal paralización de la economía y de la actividad en términos productivos.

Por muchas vueltas que le demos, a pesar del brutal impacto de la COVID sobre las estructuras más débiles del sistema, la pobreza sigue siendo un tremendo fracaso social, político y económico desde hace muchísimo tiempo pero que solo asoma su cabecita cuando la imaginería de los mass-media atisba las colas de los que llaman, de forma eufemística, “necesitados”, o visitan, con pudor periodístico, el hogar de algún pensionista, o de una familia donde todos sus miembros están en paro, o la chabola de un grupo de migrantes que carecen de todo menos de dignidad.

Si nos atenemos a las estadísticas (INE), la pobreza aumentó en España (periodo 2020) hasta un 7 % de la población; es decir, poco más de 3,3 millones de ciudadanos. Y señalo bien el concepto CIUDADANO porque cuando se trata de pobres en medio de una pandemia, ya no podemos hablar solo de los “trabajos de mierda” que apenas si dan para comprar el pan y la leche, o de las clases menos favorecidas cuando el concepto de clase se ha desnaturalizado de tal forma que ya no nos sirve para interpretar la realidad.

Antes, buena parte de la población vivía al día, no más. Ahora, llegar a fin de mes es una proeza inalcanzable. Eso significa no poder afrontar gastos imprevistos, el abono de la luz, el gas, los gastos que genera la vivienda, el teléfono, el consumo semanal de carne o pescado, transporte… Estamos hablando de una población en riesgo de pobreza que asciende al 26,4 %. Y no. No nos enfrentamos solo a una cronificación de las dificultades económicas. Nos enfrentamos a un proceso sistémico que totaliza, en palabras de nuestro Eduardo Galeano, “la náusea del devenir de una sociedad que aniquila cualquier atisbo de solidaridad o de queja”. En un país de cainitas, donde los conflictos se resuelven en las redes sociales y en las terrazas de los bares, la solidaridad se ha convertido en un puro espectáculo mediático donde los protagonistas mueren cada día desde las pantallas de los televisores mientras nos preparamos para ver la última serie de Netflix. De la queja, lamento o clamor, como argumento tautológico, ya solo aparece en los sueños de los cobardes.

Categoría: Destacado
Temática:
Grupo de edad:
Persona de contacto:
Año:
Dirección:
Teléfono:
Web: