RECURSOS

¿Seguro que es solo una cuestión de género?

Antonio Merino

Consultor Internacional

Con inusitado ensimismamiento la RAE (Real Academia Española) apostó fuerte, lejos de sus rencillas y acaloradas críticas (para eso “da esplendor”), sacando a la luz un informe crítico titulado “Sexismo lingüístico y visibilidad de la mujer”. Expuesto así, el informe deviene en un excelente documento para el debate y la reflexión. Sin embargo, el detalle al que apunta el informe se transforma  en una desmedida crítica a las “guías no sexistas elaboradas en los últimos años por parte de administraciones, grupos feministas, ong´s y fundaciones bajo el sesgo de la ideología de género”, en las cuales, por ejemplo, “se defiende el uso de la palabra ciudadanía (en lugar de ciudadanos) o de profesorado (en lugar de los profesores)”. 

Visto así, el informe me recuerda a mi amiga Paqui, cuando nos decía que su pueblo, Montealegre del Castillo, ni tenía monte ni era alegre y jamás tuvo un castillo. Es decir, que estamos ante un nuevo dislate y falseamiento de la realidad y de la historia más reciente, precisamente cuando la mujer empieza a verbalizar las cosas más cotidianas, a nombrar a la vida desde sus sentimientos y emociones como mujer, porque no hay nada más neutro que la ignorancia. 

Según uno de los autores del mencionado informe, el lexicógrafo Ignacio Bosque, “el uso del genérico masculino para designar a los dos sexos está muy asentado, y no tiene sentido forzar las estructuras lingüísticas”. Es lo que denomina “despotismo ético” (sic), señalando a continuación que “si se aplicarán las directrices de estas guías no se podría hablar”. El informe aclara que dichas guías no están elaboradas para ser adaptadas al lenguaje común, sino solo dentro del lenguaje oficial, ¿Hablamos de médicas, enfermeras, psicólogas, secretarias, ingenieras, arquitectas, biólogas, escritoras, investigadoras…? ¿Es este un lenguaje oficial? ¿Dónde se fuerzan las estructuras lingüísticas, como si se tratase de derribar los cimientos de toda una civilización?

Sinceramente, seamos serios. Hablar de “despotismo ético”, o de uso del genérico masculino por estar muy asentado no tiene sentido en nuestros días, ni lugar, ni obra ni enunciado, cuando la mujer ha sido la protagonista de la barbarie que dura dos mil años, como persona, como madre, como niña, como esposa o compañera, como trabajadora, porque la violencia, tanto física como verbal, tiene género, el mismo concepto de marginalidad tiene género, y más cuando se habla de familias monomarentales; la precariedad laboral tiene género, la pobreza tiene género, el acceso al mercado laboral tiene género, y hasta la salud y el acceso  a los medicamentos en países a los que denomino “en proceso de evolución crítica ” tiene género. ¿De qué estamos hablando entonces? ¿Quién pretende mantener el “genérico masculino” para llamar “despotismo ético” a lo que se llama, por decoro y por inteligencia, ideología de género?

En mi despacho tengo una fotografía realizada en los años 60 por una de las fundadoras de la Agencia Magnum, María Eisner. En esta fotografía, en blanco y negro, aparece una casa, de dos plantas, construida con guano y madera de desecho. Allí, raptados por la cámara, aparecen cuatro generaciones de una familia hindú. 

En la planta de arriba se sitúan los varones y los niños, vestidos, con ropajes de un blanco inmaculado, casi de fiesta. En la planta de abajo, la que da a la calle, cubriendo la entrada a la vivienda, aparecen mujeres y niñas, todas vestidas de riguroso negro, y junto a ellas, acompañando la escena, los animales domésticos, vacas y gallinas, que conviven y comparten su mismo espacio. 

¿En este caso, por impotencia manifiesta, podemos forzar las estructuras lingüísticas? 

Ya no es solo una estratificación social, sino también una estratificación del lenguaje al definir animales-mujeres-varones. La verticalidad de esta estructura nos lleva a una concepción del mundo y de la vida donde la mujer desaparece como persona, se evapora, para transformarse en objeto, animal o cosa. Si no definimos bien su papel, si no verbalizamos su condición de mujer como género, su manifestación de cara al exterior (lo que no se nombra no existe), entonces estaremos abocados al silencio de la violencia y a la brutalidad de las epifanías fascistas (aquí sobra la posverdad) y reaccionarias de lo neutro, vividas a lo largo de cientos de años con la congratulación de clérigos y de políticos diletantes escondidos en su miopía ideológica (como diría Clara Campoamor), oliendo a cera y a naftalina como recuerdo de un pasado que muchos quieren revivir brazo en alto con un léxico exquisito. 

Nunca antes hubo tanta complacencia ni tanta similitud lingüística entre los púlpitos de la Conferencia Episcopal y los sillones de la RAE. En realidad son buenos compañeros de viaje que expresan un mismo sentir y una misma animadversión hacia la “ideología de género”, ya que, a decir de uno de nuestros académicos más notables, “si yo llamo puta a una mujer, aunque sea la mía, no deja de ser una gracieta malsonante” Y es así como se ven las cosas, y nos hace gracia, porque en definitiva hablamos de lo débil, lo endeble (es decir, lo femenino. sic. RAE), frente a lo varonil y energético (es decir, lo masculino). Y para mayor desatino, confiando en reafirmar el poder de la palabra a expensas de negar lo obvio (su temor a lo nuevo y desconocido), acarician el lomo de los nuevos ideólogos de la sociología y la filosofía más ambivalente y pobre, como embajadores del arte de no decir nada (el famoso bucle de Harmon). Aparecen Houellebecq, (incapaz de pensar si no es bajo los efectos del alcohol), Magris (salvador de la vieja Europa), Todorov (al que se le puede perdonar todo menos su muerte), y examinar con lupa una realidad en la que la mujer apenas si existe, con tanta complacencia que casi es mejor dejarse llevar por los vapores de un buen vino. Y si eso no funciona, para ser “más progresistas ( es decir, más pedantes)“nos ponemos a hablar de Schopenhauer (el mayor cretino de toda la filosofía del siglo XIX. Lo decía su coetáneo, Hegel), o del pobre Nietzsche (al que todos mencionan y ninguno lee), incluso de los existencialistas, a los que Malreaux llamaba “los hijos bastardos de Freud”.

Pero no importa. El nihilismo, como fuente de prestigio en las Redes Sociales, se expande en 140 caracteres a golpe de falsos signos de puntuación y onomatopeyas para crear nuevas realidades asexuadas, sin palabras, solo con imágenes y “frases” sacadas de un contexto de tertulia o de una parábola de Paulo Coelho, arquitecto y señor de todo lo que huela a humo. ¿Cómo vamos a responder a tanto mimetismo desde la dialéctica de lo real? Ahora mismo me resultaría imposible alcanzar a esa cuestión porque vivimos  en una sociedad en la que nos gusta estar fuera de la realidad (el famoso cordón sanitario, nuestro espacio de felicidad) porque la realidad duele y a nadie le gusta sufrir. 

Por eso es tan importante definir las palabras, llenarlas de contenido, lo que se dice y cómo se dice. Si decimos mujer no estamos interpretando nada, ni tan siquiera se pretende transformar los hechos de lo real. Tan solo pretendemos que no nos gobierne la ignorancia sin tener que negar esa condición ideológica de género por la que tanto se ha vivido rompiendo los cristales del oprobio, observando cómo el mundo ha empezado a girar y a girar con esa extraña y placentera sensación de que aquí está pasando algo grande, enorme, inmenso, y yo, como persona, y como ciudadano , a pesar de mi apego a la antropología social  del maldito Malinowski, quiero estar aquí para verlo. ¿Me acompañas?

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