
Antiguamente, danzábamos alrededor del fuego al ritmo de los tambores y demás instrumentos de percusión, con el fin de expresar nuestros estados de ánimo, de sanar el cuerpo, conectar con la naturaleza, agradecer o pedir deseos a los dioses, o celebrar diversos acontecimientos o rituales.
En la actualidad la danza sigue siendo parte de nuestras vidas: todos los días nos movemos por un espacio determinado, caminamos, subimos y bajamos escaleras, corremos para coger el tren o el autobús, repetimos ciertos patrones; es decir, estamos constantemente en movimiento aunque a veces no somos conscientes de su sentido, de nuestra postura o de la manera en que nos acercamos a los demás. No obstante, que nos hemos vuelto unos seres sedentarios/as con un registro muy limitado de movimientos casi torpes, poco conscientes de nuestros cuerpos, que nos parecen en ocasiones ajenos. Parece que “desconectamos”, hemos perdido la capacidad de auto-observarnos y de reconectar con nosotros mismos.
Cabe entonces recordar las palabras del filósofo chino Confucio, quien ya en el siglo V a.c. expresaba: “Muéstrenme cómo baila un pueblo y les diré si su civilización está enferma o sana”, vaticinando el peligro que corrían las personas si se desconectaban de su propio cuerpo.
En los/las jóvenes se hace especialmente visible esta desconexión puesto que se encuentran en un periodo evolutivo donde se llevan a cabo profundas transformaciones a todos los niveles: fisiológico, morfológico, psicológico y emocional, que les obligan a adaptarse de nuevo a su cuerpo y a redefinir su identidad constantemente. La danza es en sí un instrumento para la expresión no verbal que, además, implica inconscientemente factores emocionales que les permiten volver a esa soltura en sus movimientos y gestos que fueron perdiendo a lo largo de la infancia, solventando así la necesidad de reconocer su cuerpo y reapropiarse de él.
En las últimas décadas se han realizado importantes estudios (véanse: Hallal, Victora, Azevedo y Wells, 2006; Calfas y Taylor, 1994; Wagener et al., 2012) y, basándonos en sus resultados, se puede afirmar que la danza reportará a las personas adolescentes innumerables beneficios tanto físicos, como psicológicos y sociales.
En lo relativo a las capacidades físicas, la danza aumenta la competencia motriz y mejora capacidades físicas como la coordinación, la fuerza, el equilibrio, la resistencia, la flexibilidad, la velocidad, etc., fomenta el desarrollo del sentido espacial, así como el rítmico. También mejora el funcionamiento de los aparatos respiratorios, circulatorio y óseo, y la capacidad de control postural. Estimula áreas del cerebro que regulan la memoria, la coordinación motriz y los estados de ánimo. Así mismo, refuerza la plasticidad neuronal siendo uno de los mejores remedios contra el envejecimiento cerebral, a la vez que libera endorfinas, dopamina y otros neurotransmisores que están relacionados con el placer.
De igual manera, se observan múltiples cambios en lo relativo a la mejora de la percepción y aceptación del propio esquema corporal, consiguiendo disminuir en muchas ocasiones algunos complejos corporales. Relacionado con lo anterior se produce una mejora la autoestima, aumenta la confianza, la vitalidad y la motivación de la persona, y favorece los estados emocionales positivos. Ayuda a canalizar y aliviar de forma saludable tensiones, estrés, síntomas psicosomáticos, ansiedad, depresión, ya que es una distracción placentera y relajante, y favorece la atención, la concentración, la creatividad y la espontaneidad.
En la parte más relacional del adolescente, se percibe una mejora de la comunicación facilitando la expresión no verbal de los sentimientos, emociones o estados de ánimo, así como en el proceso de socialización y el sentimiento de grupo, donde todos los miembros son importantes y se sienten útiles. La danza promueve los valores de solidaridad, respeto por la diversidad, tolerancia, cooperación y valoración de la propia identidad.