ARTÍCULOS DE OPINIÓN

Las islas de la memoria

Actualizado el 29/04/15 a las 11:52

Antonio Merino
(A la memoria de Eduardo Galeano, con el que tanto quise)
 
Me duele estar así, pensando en ti, Eduardo. La inquietud empieza con el silencio, y el silencio siempre acaba por adueñarse de ese breve espacio en el que todo es posible. Escribo tu nombre al borde del papel y cierro los ojos. Juntando a todos nuestros seres queridos podríamos incendiar el mundo: Salsi, Renée, Carlos, Julio, Inma, Carla, Eli, “La Gata”, Mario, María, Elena… y ahora tú. Desprendidos de este tiempo en el que todo suena a hueco, el azar, como otras tantas veces, se vuelca sobre las ampolletas de los relojes de arena y encuentran su nombre entre las páginas del calendario. El tiempo, como la mar, acaba por arrastrar los sentimientos hasta las playas que jamás recordamos en vida.
 
Ahora siento como nunca no haberte dicho todo; ¿me entenderías entonces? Eduardo, ¿ves como tu capitán Merinovsky ya sabe atarse los cordones de los zapatos? Todo duele, y al dolor lo vestimos de domingo y sacamos a pasear la sonrisa con una mueca de resignación. Tampoco es verdad. Hay seres que se agolpan ante la vida como si estuvieran frente a los escaparates de unos grandes almacenes. Tan solo miran. Miran y callan. Gesticulan y callan. Tú no. No era posible que la vida te naciera tan adentro sin sentir ese loco impulso de hacer mil añicos los cristales que te separaban del sueño que compartimos a tu lado. Viejo “burgués” discípulo de Humboldt, de nuestro Hegel, hacías que los trajes pusieran de moda los pantalones sin bolsillos, porque para guardar no hay nada mejor que no tener. Filósofo, alquimista bajo el don de Huanca, cambiabas palabras y “chanchitos” por un café y una mala discusión sandinista, y  caías mal pero que muy mal, a la gente de levita y a los falsos acreedores de halagos. Del misterio del alma te gozaba la virtud de ser el otro y, cuando hablabas, el mundo se me antojaba como el cuerpo de una mujer, y sentía deseos de abrazarlo, de tomar enfado en su costado y de mudarme de tiempo, lejos, tan lejos que ni tú pudieras encontrarme.
 
Ahora que ya no estás veo todo mucho más claro. Supongo que he aprendido a maldecirme y eso, aparentemente, siempre me ha consolado. Nunca he sentido un gesto tan humano como tu ausencia. Sé muy bien que hay otro hombre dentro de mí que siempre está enojado conmigo. También sé que ese hombre, tarde o temprano, acabará por decidirse y saldrá a tu encuentro, tal y como lo habías soñado, mas vivirá lejos de todo y de todos y diciendo NO. 
 
Ignoro los detalles precisos de un acto tan brutal como la muerte, aunque la haya vivido cuatro veces a lo largo de mi corta vida. A pesar de ello sigo pensando que no hay nada más triste que decir adiós a una persona, sabiendo que jamás volveremos a verla. Nada; y, por el contrario, me resulta algo tan familiar y cotidiano como besar a la mujer que amo, como escribir tu nombre, como pensar en ti. ¿Dónde estas ahora? He cerrado los ojos. 
 
El aire mece las copas de los árboles y escucho las gotas de lluvia. Tengo miedo. Aprieto los ojos con fuerza y vuelvo a  abrirlos. Si estuvieras aquí me pondría una camisa limpia y saldríamos a dar una vuelta (caminar bajo la lluvia no te disgustaba). Y hasta te contaría que una vez fui el rey de los piratas, el ogro de los cuentos de hadas, el duende de la montaña de la duda, al amigo de Merlín. Y te entregaría todo lo que tengo, todo: mi peonza favorita, mi saco de canicas, la correa de mi perrita Mika, los dos reales de la República, el olor de la primera naranja, mis lapiceros sin punta y, sobre todo, te entregaría el más hermoso y preciado de mis tesoros: el mapa de las islas de la memoria, allí donde Eduardo, a buen seguro, espera a que la mar se aleje de sus costas dejando al descubierto, sobre la arena, los restos de algún naufragio y esta pequeña carta que ahora te escribo para que el recuerdo no sea por siempre jamás la forma mas intensa del olvido. Pero dime, ¿dónde estás?