RECURSOS

La peculiar ética de la industria farmacéutica: a propósito de un libro aterrador

Actualizado el 03/07/15 a las 10:46

José Ángel Moreno.

Economista. Miembro de los patronatos de FUNDADEPS y Economistas sin Fronteras.

Aunque en el sector farmacéutico opera un gran número de empresas, constituye un caso claro de oligopolio, con fuerte concentración en torno a las mayores corporaciones, que disponen de un poder de mercado determinante. Una situación en la que esas grandes firmas compiten duramente entre sí, pero pueden también condicionar severamente el funcionamiento del mercado y llegar a acuerdos -explícitos o no- en torno al volumen de producción, a los productos, a los precios, al fomento del incremento de la demanda y al máximo beneficio conjunto posible. Algo, todo ello, que suele resultar muy poco positivo para el consumidor.
 
Esto, desde luego, no es nada específico del sector en cuestión.  Pero sí lo es el grado en el que sus productos influyen en la calidad de vida de sus consumidores, en los procedimientos que utiliza para su producción y en cómo consigue impulsar la demanda de dichos productos, generando distorsiones de una gravedad sin duda diferencial.
 
No es una cuestión desconocida: muchos expertos vienen insistiendo en esta situación ya desde hace años. Pero los problemas que la actuación del sector provoca parecen estar despertando un renovado interés en la actualidad, del que resulta  muestra especialmente relevante el libro del médico danés  Peter C. Gøtzsche  Medicamentos que matan y crimen organizado (Los libros del Lince, 2014), Director y fundador del Nordic Cochrane Center y catedrático de Diseño e Investigaciones Clínicas en la Universidad de Copenhague.
 
El panorama que describe Gøtzsche resulta verdaderamente espeluznante.  Las grandes empresas farmacéuticas -sostiene el autor- se han convertido en una gigantesca maquinaria de manipulación capaz de condicionar sistemáticamente los comportamientos  de todos los agentes con los que interactúa (consumidores, médicos, científicos, reguladores, revistas de medicina…) para que colaboren en sus objetivos de incrementar todo lo posible el precio y el  consumo de sus productos, sin parar en barras en los efectos que ello puede provocar. El resultado,  es un consumo pantagruélico de medicamentos que, por su exceso desmedido, por su inadecuación frecuente, su artificiosidad y por la ocultación permanente de sus consecuencias negativas  se ha convertido en una inclemente epidemia, de efectos  trágicamente letales (aparte de los desbordantes costes privados y públicos que comporta). Hasta el punto de que,  en los países desarrollados, “los medicamentos son la tercera causa de muerte, después de las cardiopatías y el cáncer” (p.  26). Una mortalidad que en modo alguno debe considerarse producto de malas prácticas excepcionales, sino el resultado lógico de un sistema gestionado con toda premeditación.  
 
El libro constituye una pormenorizada descripción de los vericuetos por los que se expande esa pandemia: publicidad, marketing de ética infumable, ensayos clínicos manipulados, artículos escritos por mercenarios, falta de transparencia o simple engaño en los efectos de los medicamentos y en el proceso de su garantía científica, conflictos de intereses generalizados,  influencia irrefrenable en los organismos reguladores, en las revistas médicas, en las asociaciones médicas y de pacientes, en los médicos (a través de corruptelas, regalos, ayudas a la investigación, sobornos y contrataciones), en las guías clínicas y de medicamentos (muchas veces elaboradas bajo la dirección oculta de la industria), en la universidad, en el periodismo especializado… Comprando siempre,  de forma más o menos sofisticada, a quien haga falta. Y si es preciso, incluso pagando multas por vulneraciones legales, que se asumen como simples costes operativos y que resultan mucho más económicas que enmendar las malas prácticas. 
 
Del libro emerge, en definitiva, el perfil de una industria dominada por un grupo de grandes empresas que han corrompido estructuralmente el sistema de salud de muchos países para fomentar artificialmente el sobreconsumo de medicamentos, exagerando o mistificando sus supuestos beneficios y ocultando o negando sus inconvenientes.  Sin duda, mucho de todo esto se conocía. Pero la forma en la que el libro lo revela supone un choque realmente sobrecogedor: ¿en manos de quiénes está nuestra salud?
 
Es un panorama, de otro lado, que puede verse seriamente agravado por los procesos de “creciente permisividad” reguladora  y de privatización de la sanidad, que facilitan la actuación de las grandes empresas y fortalecen sus beneficios. “La idea de que la sanidad pública y la industria farmacéutica tienen objetivos comunes ha sido generada por la palabrería de los equipos de marketing” (p. 373), en tanto que los datos de la realidad “… dejan bien a las claras que el capitalismo y la privatización tienen un gran impacto negativo en la sanidad pública…” (381).  
 
Pero además, el paisaje que el libro dibuja constituye probablemente una lúcida parábola del funcionamiento de todos los sectores productivos dominados por grandes empresas (¿y cuál no lo está?). Una parábola probablemente límite, pero que no deja de ser didáctica: el sector del que más necesitamos cuando nuestra situación es más precaria, del que depende más directamente nuestra salud e incluso nuestra vida, resulta ser el más cruel: un sector que actúa sin miramientos en la búsqueda de ganancia y que no duda en generar enfermedad y muerte para maximizarla.  Pero es también una parábola dura y sin concesiones de la escasa eficacia de las recomendaciones éticas y de responsabilidad empresarial voluntaria frente a los problemas que la gran empresa generalizadamente provoca.  Es quizás  el alarde de esas virtudes lo que más escandaliza al autor: “¡Qué grado de ironía se da en los más altos niveles de la industria farmacéutica! Hablar de códigos de conducta, normas estrictas y directrices como la panacea para la industria más nociva que existe, con empresas que cometen delitos día tras día y que incumplen la ley con tanta frecuencia como para ser consideradas un miembro más del crimen organizado y que son las causantes de la muerte de tanta y tanta gente inocente, es ridículo” (p. 432). 
 
¿Soluciones? El propio  Gøtzsche las apunta: “el ánimo de lucro es un modelo equivocado” para los sectores farmacéutico y de la salud (p. 384); “el control que ejerce la economía de mercado en el ejercicio de la medicina  no cubre demasiado bien las necesidades de los pacientes y resulta incompatible con la ética que debe regir la profesión” (p. 385). En esta línea, y al margen de planteamientos radicales de viabilidad improbable, la solución no puede estar más que en la vieja receta de controlar mediante intervenciones públicas las distorsiones que el dominio del mercado por grandes empresas inevitablemente genera: regulación firme, supervisión severa que exija el cumplimiento efectivo de la ley, castigos duros para los incumplimientos, sistemas de incentivos diferentes, defensa de una competencia equilibrada, frenando el poder de mercado de las grandes empresas, protección de los derechos del consumidor, transparencia, penalización de los conflictos de interés que provoquen problemas a terceros, independencia de las instancias reguladoras, garantía de cobertura básica de las necesidades esenciales… Todas esas viejas ideas de las que frecuentemente no se habla o se habla a medias cuando se habla de responsabilidad social empresarial, pero que, cada día más, parecen imprescindibles para mitigar los comportamientos socialmente nocivos de las grandes empresas.
 
(*) Esta es una versión reducida del artículo del mismo título publicado originalmente en Ágora.
 

José Ángel Moreno es economista. Miembro de los patronatos de Fundadeps y de Economistas sin Fronteras y del Consejo Asesor para la Inversión Socialmente Responsable de Anesvad.
 

Archivo de opinion:

Descargar archivo de opinión

Categoría:
Temática:
Grupo de edad:
Persona de contacto:
Año:
Dirección:
Teléfono:
Web: