RECURSOS

El discurso de la enajenación

Antonio Merino Bernardino.

Consultor Internacional.

Hace unos días pude leer un artículo publicado en el New York Times(y reproducido en un diario de la capital), sobre un Estudio realizado por el Dr. Ludwing del Centro Médico de la Universidad de Lexington (Kentucky). En él se señalaba, entre otras consideraciones, la relación existente entre creatividad y depresión; es decir, entre ciertas disfunciones mentales (sobre todo psicosis maniacodepresivas y depresión mental)  y la obra artística, su proceso.

Ciertamente, si tuviéramos que elaborar un listado con aquellos artistas e intelectuales a los que, en algún momento de su empresa, se les ha diagnosticado un determinado tipo de psicosis, nos encontraríamos huérfanos de ese “arrebatamiento” tan lúcido que podemos encontrar en autores tan dispares y distantes en el tiempo como Byron, Artaud, Melville, Schumann, Virginia Woolf, Coleridge, Hölderlin o Pavesse, por citar algunos nombres. 

El tópico destapado por Aristóteles en el siglo IV a.d.c., según el cual la melancolía y los estados depresivos van unidos a la labor creativa, supondría, de entrada, establecer un difícil equilibrio entre individuo y sociedad, entre patología y control terapéutico, entre realidad y ensoñación, a pesar de la sorprendente correlación que pudiera existir entre inestabilidad emocional y creatividad. Podríamos caer en un fácil determinismo sin tener en cuenta otros factores, como la interacción con su entorno y las a variantes sociales, políticas y económicas que contextualizarían todo el proceso. 

A pesar de ello, de los datos que se analizan en el Estudio señalado se desprende, por ejemplo, que la tasa de alcoholismo entre los actores era de un 60%, y de un 41% entre los escritores. En cuanto a la psicosis maniacodepresiva, se consideraba que un 17% de los actores y un 13% de los escritores padecían esta “alteración”. Curiosamente, el porcentaje de científicos afectados por el alcohol o que padecieran algún tipo de psicosis era del 3%.

Uno de estos escritores analizados, Paul Karsen, había dejado escrito sobre su mesa, poco antes de morir, una de las páginas más hermosas sobre esta “funesta” manía de situarse en un contexto distinto al de la mediocridad dominante: 

Siempre quise ser loco, pero nunca me dejaron. Deseaba saber qué se siente desde la enajenación de un mundo tan parecido al sueño, o tan extraño como el sueño, pero me decían que no, que no fuera loco, que era por mi bien y por el bien de los que me rodeaban. Y yo pensaba en ellos desde mi locura, y me crecía la sonrisa y sentía un tibio cosquilleo acá adentro, en el alma, que es donde la locura se hace compañera, y decidí por siempre jamás quedarme junto a ella, y no volver, hasta que un día me abandone, como la más cruel de las mujeres, lejos de todo y de todos, y diciendo NO.  

La última frase, que reproduce Karsen de un pasaje de la obra de Paul Nizan, siempre ha actuado como catalizador de la aventura artística: la negación del sujeto, o bien la afirmación del individuo dentro de su obra y fuera de su realidad más inmediata, de su tiempo y de su espacio concreto.

Esta “enajenación”, o mejor dicho, esta “existencia enajenada”, incide también en otros aspectos sociales, sin entrar en valoraciones sobre los estados psicóticos de la conducta “anormal” del individuo (ya sean neurótico-funcionales: la esquizofrenia, la psicosis maniaco-depresiva; o de psicosis orgánica: con una base física). Se trata de destacar el tipo específico de la relación del hombre con su mundo, donde los condicionamientos sociales y ambientales favorecen o crean la predisposición patológica, y no sólo la satisfacción o frustración per se de esta o de aquella necesidad instintiva. 

Esta relación adquiere tintes kafkianos en determinados procesos económico-sociales, ya que, al adoptar la forma de relaciones entre las cosas, señala el carácter místico, absurdo o irracional de las mismas, como si el hombre estuviera condenado a verse siempre en un espejo cóncavo y sólo se reconociera a sí mismo al contemplar su imagen deformada. Este hecho ha producido a lo largo de los siglos un fecundo panorama de complejas asociaciones entre el carácter, puramente abstracto de la creación, y el espacio real, el escenario donde se representa su universo. 

De ahí que en Europa, desde finales del siglo XIX, la lucha entre “civilización” y “barbarie”, entre “arte puro” y compromiso social”, entre el rechazo al progreso y la técnica, y la asunción de todo aquello que signifique consolidación de las estructuras económicas, sobre todo capitalistas (llamadas eufemísticamente liberales) provoque entre los intelectuales una relación compleja y a veces devastadora.

La visión del artista encerrado en su torre de marfil, “enajenado”, ajeno al mundo que le rodea, ya había encontrado su sentido pleno en las corrientes filosóficas del positivismo y del idealismo alemán de finales del XIX, donde a partir de una determinada estética moral se construye un objeto puro, un ámbito puro que nada tiene que ver con la vida y su latido. De hecho, los escritores modernistas, o los llamados naturalistas, como Baudelaire, Rimbaud, Poe, Rubén Darío, H. Quiroga o Emile Zola, se esfuerzan por crearse su propia leyenda vital, por construir su propia vida en términos puramente estéticos, y regida sólo por las leyes del arte y de la creación. Pero esta construcción de la leyenda se va a llevar a cabo a partir de la institucionalización de la  “anormalidad”. La “anormalidad” y la marginación como categorías ideológicas, de visión del mundo, reproduciendo en sus obras las normas, las reglas y las leyes que operan en la sociedad y en la biología, gracias – en buena parte – al nacimiento de las ciencias positivistas, como la sociología, la psicología y la antropología. 

La figura del escritor se presenta así como una herramienta de la figura romántica del escritor maldito, del poeta profeta, a la manera de Byron, Esponceda o Víctor Hugo. De cara a la sociedad, la figura del poeta aparece como un anormalidad que el propio poeta se encarga de intensificar, dado que lo único que lo define es su rechazo total de la realidad, trasladando a su persona y a su actividad vital todos los elementos de la “anormalidad” y de la voluntad de autodestrucción: drogas, alcohol, marginalidad, etc…

Esta imagen de “anormalidad”, que de alguna manera responde a unas condiciones reales de existencia, pero que también responde a la necesidad ideológica que les lleva a construirse su propia leyenda, será uno de los símbolos de subversión de la mortalidad y de las costumbres que más tarde retomarían los escritores que se denominan a sí mismos como vanguardistas. 

Uno de estos escritores, el norteamericano Jack Kerouaco, ponía en boca de uno de sus personajes esa geometría del dolor donde se instalan los hipócritas soportes de nuestro equilibrio mental y moral, para zarandear la hermosa y húmeda mirada del que se concibe como un sueño: 

Escribía con ternura y con saña, jadeando las palabras que se amontonaban en su cabeza y que componían el grandioso mosaico de su desesperación. Cuando terminaba una frase, un verso, se podía apreciar en su rostro la satisfacción que produce el encuentro con uno mismo, y desde el fondo de sus ojos contemplaba con dolor a ese desconocido que, cada cierto tiempo, habilitaba en él. 

Quizá, ese desconocido también se encuentre entre nosotros. Yo, por mi parte, no pienso descubrirlo. 

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